CAPABLANCA,
HIJO DE CAISSA,
DE GUILLERMO CABRERA INFANTE
« ¿A dónde vas tan de prisa?»
«Al café de Flore,
Echan una partida Céline y Henry Miller»
«¡Bah! Escritores menores»
«Pero es que juegan contra Capablanca»
«¿A qué esperamos?»
La primera vez que vi a Capablanca fue la última.
Mi madre me llevó a verlo.
Mi madre, tengo que decirlo, no tenía idea de lo que era el ajedrez pero sí sabía quién era Capablanca.
Una tarde casi a primera noche nos arrastró a mi hermano y a mí a ver a Capablanca.
Salimos después de comer y llegamos a nuestro destino, el Capitolio Nacional, cuando casi era de noche.
El enorme edificio blanco estaba iluminado para una fiesta, a la que íbamos.
Subimos la alta, ancha escalinata de granito hasta el salón de los Pasos Perdidos (buen nombre, lástima. que fuera prestado)
y allí en medio estaba Capablanca en su posición de eminente jugador de ajedrez
que ha sufrido un jaque mate.
Cuando nos acercamos, con reverencia, pude ver todo lo que se podía ver de Capablanca:
sólo su rostro.
Estaba terriblemente pálido, gris más bien
y en la nariz y en los oídos tenía torpes tapones de algodón.
Capablanca se veía inmóvil y sin edad:
estaba muerto,
era evidente,
aunque era un Inmortal.
El catafalco,
palabra nueva,
quedaba justo encima del diamante en el centro del enorme salón donde se perdían nuestros pasos.
En medio del medio, central, estaba el diamante,
protegido por un grueso cristal que aseguraba su posesión
y al mismo tiempo aumentaba su tamaño y su valor.
El diamante aparecía como muchas mujeres, a la vez atractivo e inaccesible.
Era, lo han adivinado, una versión cubana del colosal Kohinoor
que Raffles, sus manos de seda nunca sobre la piedra trunca, soñó con robar.
El diamante, además, no sólo era una piedra preciosa sino un mojón miliar:
marcaba el kilómetro cero de la carretera central, por orden del general Gerardo Machado, tirano de turno.
Ahora, joya sobre joya,
el ataúd en que descansaba Capablanca,
su estuche, se posaba, pesado, con su carga preciosa
sobre el duro diamante popular
y la acumulación de riquezas era casi insoportable para un niño
que trataba de comprender qué significaba tanta veneración.
Mi madre, una loca por la cultura, dijo definitiva: «Es una gloria de Cuba».
No dijo fue sino es.
Capablanca es.
La vida de Capablanca comienza donde empieza el Ajedrez.
Su juego es su vida.
Jugadores de ajedrez,
¡apártense!
José Raúl Capablanca y Graupera nació en La Habana el 18 de noviembre de 1888,
hijo de un militar español y de una dama catalana.
Acaban de cumplirse pues cien años de su nacimiento.
Como dijo el gran Golombek:
«Todo en Capablanca fue legendario, excepto que por supuesto se sabe que nació».
Según cuenta la leyenda,
a los cuatro años Capa (su apodo favorito)
se burló de su padre que jugaba al ajedrez porque hizo uso ilegal de un caballo.
No se refería Capita a un «animal solípedo que se domestica con facilidad y es útil al hombre»
(y a veces a la mujer también, aunque el Real Diccionario de la Real Academia no lo especifica),
sino a la pieza de ajedrez que se llama caballero (knight)
en inglés
y saltarín (Springer) en alemán.
Nunca nadie dio lecciones de ajedrez al precoz jugador.
La versión de Capablanca: «No tenía cinco años todavía cuando, por accidente, entré a la oficina de mi padre y lo encontré jugando con otra persona.
No había visto nunca un juego de ajedrez: las piezas me interesaron y al día siguiente volví a verlos jugar.
Al tercer día, mientras miraba, mi padre, muy pobre en las aperturas,
movió un caballo de un escaque blanco a otro del mismo color.
Aparentemente su oponente, que no era mejor, no se dio cuenta.
Mi padre ganó y yo le dije que era un tramposo y me reí de él.
Después de un regaño casi me sacó de la habitación, 'pero le pude mostrar lo que había hecho.
Mi padre me preguntó qué sabía yo de ajedrez.
Le contesté que lo suficiente para derrotarlo:
me dijo que era imposible, considerando que ni siquiera sabía colocar las piezas.
Probamos con las conclusiones y yo gané. Así empecé».
Capablanca, padre, entre otros, se quedó mudo de asombro y luego clamoroso de entusiasmo.
Pepito, así lo llamaba su madre, derrotó a su padre, primero,
a los amigos de su padre después y
, aunque se le prohibió que jugara en público,
a los once años derrotó al futuro campeón de Cuba, Juan Corzo,
que en un curso es recurso aparece en todas las historias de ajedrez sin haber ganado sino perdido.
«Capa bate a Corzo» es,
en efecto, una de las partidas más memorables completadas por un niño prodigio
y los dos, como Napoleón y Wellington, hicieron historia al ganar y al ser derrotados.
Capablanca fue un sobreviviente desde niño:
otro hermano murió muy joven.
La trama que quiere que el ajedrez tenga una motivación edípica (advenedizo mata al rey) queda aquí coja.
Fue el hermano mayor muerto el que debió retar al padre.
Capablanca deviene un Edipolipo.
La teoría freudiana que explica el ajedrez en términos del complejo de Edipo
(que no es, Edipo Rey, más que una obra de teatro griega con poco público)
siempre me ha parecido fraudulenta.
Sin embargo es cierto que Capablanca aprendió solo a jugar ajedrez sólo para vencer a su padre -
y lo ha conseguido.
El verdadero Capablanca, el viejo, ha sido obliterado hasta el olvido.
Cuando se dice Capablanca todos pensamos en el jugador al que se conocía como la «máquina de jugar ajedrez».
Cuatro meses después de derrotar a Corzo, que era ahora campeón nacional,
Capablanca participa en el primer campeonato cubano y queda en cuarto lugar.
Corzo alienta a Capa para que se haga jugador profesional, pero papá dice que no.
Corzo sin embargo vive lo suficiente para ver a Capablanca coronado campeón internacional del juego de los reyes y los peones,
y muere sólo cuatro años antes que Capa.
Un industrial cubano (ya en Cuba republicana) se ofrece a costear la educación del joven maestro.
Capablanca se enrola en la Universidad de Columbia que queda, afortunadamente para él, en Nueva York, donde también está el Club de Ajedrez de Manhattan.
Allí pasa Capa el tiempo que le dejan libre las muchachas de Manhattan.
En el Club de Ajedrez es donde el prodigio que se hizo amateur en Nueva York fue profesional: Capablanca from Havana.
Aquí fue donde Capablanca se llamó Capa, nombre que le divertía porque era más corto que el propio y lo hacía, como jugador,
el igual del personaje de Chaucer que sonreía pero llevaba una daga bajo la capa.
Capa tenía debajo un alfil o su pieza preferida, el peón envenenado.
Aquí jugó cientos de juegos con los principales jugadores de Nueva York.
Fue aquí donde jugó también contra Lasker, Mr. Emanuel, el campeón mundial de origen alemán, de origen judío
y a quien muchos señalan como el mejor jugador de todos los tiempos –
un poco por debajo" de Capablanca.
El trío del terror está compuesto de hecho por Capablanca, Lasker y Paul Morphy (1837-1884), el sureño que temía tener sangre negra: una tragedia americana.
Fischer pudo haber completado la tríada,
pero su brillante triunfo sobre Boris Spassky en Reikiavik en 1972 quedó borrado por su demencia juvenil de la que nunca sanó.
Fischer, fanático anticomunista, es curioso, no padecía del complejo de Edipo:
jugaba, literalmente, contra su madre que era tan comunista que la llamaban la Reina Roja.
En el Club de Ajedrez de Manhattan, Capablanca intimó con uno de los grandes jugadores americanos, Frank Marshall,
a quien derrotaría decisivamente en 1909.
Capablanca tenía veintiún años, Marshall treinta y tres.
Marshall relata la ocasión en que un muy aburrido Capablanca, jugando en su contra, cabeceó más de una vez.
Con un sentido del humor muchas veces ausente del tablero, contó Marshall:
«Cometí el peor movimiento del juego:
desperté a Capablanca».
Capa ejecutó un jaque mate fulminante.
Capablanca se hizo un maestro del zugzwang que es mejor que maestro del zen.
El zugzwang indica en alemán la posición en que el jugador obtiene un resultado peor (Pace Marshall) si le toca mover una pieza que si no le toca.
Capa, el bien parecido, el elegante, el urbano se sonreía observando la cara de su contrincante
cuando producía lo que parecía un zigzag y era un zugzwang.
Hubo un jugador llamado Johann Hermann Zukertort
que se enfurecía cuando le traducían su apellido. Todos le llamaban Torta de Azúcar.
Capa no se molestaba cuando en Nueva York, cosas de colegiales, lo llamaban White Cloak.
Era, claro, el disfraz del lobo cuando visitaba a Caperucita en invierno.
Pero cuando empezaba a funcionar el mudo motor de sus células grises, lo comparaban con la eficiencia silente de un Rolls Royce en marcha.
En sus días de estudiante (no de ajedrez, que nació "'sabiéndolo: por eso le llamaron el «Mozart del ajedrez»)
Capablanca jugaría más de una vez con Lasker.
Ninguno de los dos sabía que Capablanca arrebataría a Lasker la reina y la corona.
En el ajedrez no se intuye sino se sabe,
como en una ciencia exacta,
qué va a ocurrir muchas movidas más tarde.
El ajedrez es un juego autista.
Lo saben los espectadores sentados frente a la doble muralla invisible.
Lo saben los jugadores encastillados en la defensa y la ofensa.
Círculos concéntricos del ejercicio mental hecho juego,
muchas veces la partida termina en el jaque de la locura.
Al juego de Bobby Fischer, el único candidato a la corona eterna de Capablanca,
lo han llamado «maniobras lunáticas».
Fischer nunca estuvo loco,
ni siquiera ahora en que se ha convertido en la Greta Garbo del juego.
Pero hay casos de genuina locura.
Como la paranoia patética de Paul Morphy,
que fue el primer campeón moderno,
cuyos paseos solitarios y sombríos tenían por escenario la vieja Nueva Orleáns
que lo vio nacer.
Morphy fue un apestado social en Inglaterra y celebrado en Francia.
En París le ganó al duque de Brunswick jugando junto con el conde Vauvenargues en el palco del duque en la ópera,
en el intermedio de la puesta en escena de El barbero de Sevilla.
Fígaro aquí, Fígaro allá.
Capablanca jugaba con tal velocidad que en el famoso torneo por el campeonato, celebrado en La Habana,
Lasker, su oponente,
se quejó de que el reloj Timer de Capablanca
había sido arreglado por los cubanos para que corriera más lento.
Pero durante el torneo Capablanca perdió siete kilos.
Capablanca solía decir:
«Hubo un momento en mi vida en que estuve muy cerca de creer que no podía perder un juego».
Lasker, siempre generoso, cuando Capablanca entró en el torneo de Nueva York de 1924,
declaró:
«Capablanca podía descansar en un récord que nadie había conseguido nunca ni nadie igualará después.
En diez años había jugado noventa y nueve torneos y juegos decisivos y
¡perdido sólo un juego!»
Como los apaches según Miguel Inclán, Capablanca era un hombre orgulloso.
Cuando estaba a punto de perder un juego contra Marshall en La Habana en 1913,
partida sin importancia,
hizo que el alcalde de la ciudad en que nació vaciara el salón de juego antes de admitir la derrota.
Sin embargo, cuando perdió tan extraña y sorpresivamente contra Alejin en Buenos Aires en 1927,
se asegura que la noche del juego decisivo estuvo bailando tango tras tango con una belleza local.
(A Capablanca, como a Borges, le gustaban las argentinas.)
Dice Alexander Coburn, comentarista inglés:
«Uno de los aspectos más interesantes de la personalidad de Capablanca
es que, como a ningún maestro antes, le interesaban mucho las mujeres».
Es verdad.
Capa, hijo de Caissa (Caissa es la diosa del ajedrez y su musa no sumisa),
estaba más interesado en el juego con las mujeres que en el Ajedrez.
En un torneo celebrado en Londres,
antes de perder el campeonato,
fue convidado con Alejin, que entonces posaba de ser su mejor amigo,
al music hall que adornaban las famosas Bluebell Girls (todas altas, todas rubias, todas piernas)
y todo el tiempo que duró el espectáculo, Alejin no dejó de consultar su ajedrez de bolsillo,
mientras Capablanca era todo ojos al escenario.
¡Cuidado con la dama! Es la pieza más peligrosa del juego.
Al ser preguntado por el sexo, propio o ajeno, Bobby Fischer respondió:
«Prefiero jugar al ajedrez».
A Alejin, por su parte,
no le interesaba más que estudiar a Capablanca, su juego, su rejuego.
Estuvo, según confesión propia, trece años estudiando al campeón de cerca.
Esa noche en Londres lo estudiaba todavía y anotó críptico en su diario:
«It takes two to tango».
Capa permaneció en los Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial,
jugando,
y se escribía sobre asuntos de ajedrez
(¿de qué otra cosa?)
con el campeón Lasker,
ciudadano alemán y judío patriota.
Un día de 1918 vinieron a visitarlo dos discretos caballeros de Washington.
Eran del servicio de contrainteligencia que investigaban su correspondencia extranjera, llena de extraños símbolos: 1OBXe7 Qxe7 110-0 NXC3 12RXC3 e5.
«¿Qué clave es ésta?»
Muy serio, Capablanca respondió:
«Son símbolos para una maniobra de liberación».
«¿Cómo?»,
dijeron los dos agentes al unísono.
Capa a carcajadas escapa:
«Son signos del ajedrez, una convención internacional».
Después de explicaciones y ejemplos con el auxilio de un tablero y varias fichas, los policías comprendieron.
«¡Ah, es como las damas!»
«¡Efectivamente –dijo Capa–,
como las damas pero con caballeros!»
Capablanca se dio cuenta de que la contrainteligencia es lo contrario de la inteligencia.
Y sin embargo, sin embargo:
Emanuel Lasker había ya inventado un tanque de guerra para el enemigo que era todavía su amigo.
Morphy, que se llamaba Morfeo
pero no podía dormir,
antes de entrar al primer círculo de la espiral de la locura,
laberinto sin Dédalo,
estuvo en 1864 en La Habana,
«que ya era centro del ajedrez»,
para dar varias exhibiciones con los ojos vendados.
El resto fue el ensordecedor silencio de la mente del jugador en una partida que no cesa.
Capablanca, que jamás imaginó la presión social sobre su sanidad mental que sufrió Morphy,
se comportó siempre por encima de los pares y los nones que lo creían un aristócrata español.
En Londres lo tenían por un hombre frío cuando sólo era calmo: cool not cold.
Según Gerald Abraham en La mente del ajedrez, Capablanca
«poseía un juicio calculado para prevenirle de perder el control mental».
Dice George Steiner en su ensayo White Knights of Reykjavik,
sobre el combate Bobby Fischer-Boris Spassky:
«Más que ningún otro maestro (Capablanca) pudo ver la armazón exacta de la pura lógica».
Parecía tener, añade,
«la apretada dirección que tienen las computadoras que juegan al ajedrez».
Capablanca, según Steiner, todavía «tenía la monotonía de la perfección».
En una ocasión el campeón, nonchalant,
se apareció a reanudar una partida interrumpida ¡vestido para jugar al tenis y con una raqueta en la mano!
Era que había hecho cita con una damita de sociedad adicta al juego de la pelota.
Capablanca, Steiner dixit, ganó una famosa partida al eterno Lasker «con impecable rigor»
y en cincuenta y una calladas movidas consiguió que «un peón avance hasta la fila final para ser coronado reina»,
en el más peligroso travesti del juego:
para el peón es morir después de reinar.
Capablanca, ahora, pareció por un momento lamentar que su viejo amigo Lasker perdiera una partida que tenía ya ganada
y no se movió de su asiento sobre el tablero ni cuando retumbaron los aplausos.
Su actitud durante el juego, después del juego, era bien diferente a la de Bobby Fischer.
Así describe el International Herald Tribune a Fischer,
jugando por el campeonato mundial de Reikiavik, Islandia, en julio de 1972:
«Fischer no se está nunca quieto y continuamente da vueltas en redondo sobre su silla giratoria especial (que le costó $470).
Mientras Spassky se sume en una meditación profunda sobre el siguiente movimiento,
Fischer se come las uñas, se saca los mocos y se limpia los oídos entre movida y movida».
Fischer, que con su estatura, sus excentricidades y su adicción a los cómics fue el Howard Hughes del juego ciencia más que de la ciencia del juego,
no jugaba ajedrez sino que practicaba continuos ejercicios de anulación de la personalidad del contrincante.
Capablanca era la gentileza, la seguridad y la absoluta convicción de que el juego era suyo:
el ajedrez se había inventado para él.
Caissa lo hizo.
Sin embargo,
más que con aquel indeciso de Morphy
(en su cara se veía siempre la sombra de una duda por más que se afeitase),
demente, delirante, se compara a menudo a Capablanca con Fischer.
Sería el caso de dos hermanos gemelos unidos por un tablero,
pero, como las piezas, uno blanco y otro negro.
Como final analogía de contrarios,
se ha imaginado una partida única para resolver (palabra clave en el juego)
el último problema de ajedrez.
¿Podría Fischer haber derrotado a Capablanca?
Fischer buscó siempre demoler a su oponente, física y mentalmente.
La única manera en que Fischer habría podido acabar con Capablanca
sería que aprovechara cuando Capa apretara el botón de su Tlffier para hacer desfilar a espaldas de Fischer coristas, modelos y stripteasers con que distraer el ojo desnudo del cubano.
Capablanca podría, en revancha, recordarle a Fischer a su madre, la bestia negra que era,
para su hijo, roja como la plaza donde están las altas torres del Kremlin.
Capablanca fue acusado muchas veces de fácil porque el juego le era tan fácil como a Mozart la música.
Era una suerte de respiración.
También lo llamaron haragán otras veces, como a Rossini.
Cuando el joven Gioacchino, que siempre componía en la cama por miedo al frío (como Capablanca, Rossini padecía de frío incoercible),
de donde se levantaba tarde o no se levantaba,
vio caer al suelo una de las hojas, de su Barbero,
no se molestó en bajar de la cama ni a perturbar las otras páginas,
sino que la escribió de nuevo.
Ésta es la mejor parte de su «Obertura».
Capablanca, por su arte, no estudió una apertura en su vida.
Dijeron que Capa era un incurable mujeriego como si padeciera una enfermedad venérea.
«Como cubano al fin»,
dijo Alejin,
que se había casado cuatro veces,
les pegaba a sus mujeres y bebía hasta aparecerse borracho a jugar en un torneo importante.
Ese hábito que no hace un monje le costó el campeonato mundial en 1935.
Antisemita hasta el punto de escribir artículos difamando a los judíos en el ajedrez,
publicados en la prensa nazi durante la ocupación de Francia,
padecía agudos ataques de violencia, como cuando, al perder una partida fácil,
destruyó los muebles de su habitación de hotel en Pskov.
Pero Alejin fue el primer gran jugador de ajedrez ruso sin las trampas soviéticas de Stalin.
Hoy tiene un torneo en su nombre en la Unión Soviética
y las autoridades rusas han intentado varias veces llevarse a Moscú sus restos que descansan (si es que pueden) en el cementerio de Pere Lachaise en París.
Sobre su tumba hay un busto idealizado del jugador, abajo hay un tablero de ajedrez y en el medio una inscripción en bronce que exalta la memoria de un gran jugador que fue también un miserable.
Alejin fue el Salieri de Capablanca.
Después de la inesperada, increíble derrota del cubano de manos del ruso blanco en Buenos Aires en 1927,
Alejin se negó sistemáticamente a conceder a Capablanca la revancha por el campeonato mundial (entonces las reglas del juego eran diferentes)
y aunque prometió hacerlo muchas veces, nunca cumplió.
Como ironía y jaque mate, Alejin perdió el campeonato mundial a manos del soso y serio Max Euwe.
En 1937, sin embargo, Euwe, holandés cabal, le dio a Alejin una lección de caballerosidad (por demás inútil)
y le concedió una revancha ancha.
El torneo no le sirvió de nada a Euwe que fue derrotado de mala manera.
Como dice de Alejin Richard Eales en The History of a Game:
«El contraste de su comportamiento con Capablanca fue francamente obvio».
Las relaciones entre Capablanca y Alejin llegaron a ser tan malas que Capablanca se negaba a participar en torneos internacionales si tenía que jugar con Alejin.
Capa tenía en las blancas su nombre, pero Alejin decidió jugar con las negras hasta el final.
En 1940, viviendo en la Francia ocupada, Alejin (a quien mi madre llamaba «un verdadero villano»)
pidió permiso para emigrar a Cuba y prometió que, si lo admitían en la isla, jugaría contra Capablanca por el campeonato mundial.
Batista, gran amigo de la Unión Soviética entonces, era el presidente de Cuba y le negó el permiso.
Ironías del tablero, poco después de su muerte,
Stalin decidió considerar a Alejin una gloria rusa.
La carta de renuncia de Capablanca a Alejin es uno de los documentos más elocuentes de la historia del ajedrez.
«Cher Monsieur Alekhine»,
escribió Capablanca en francés y hay un borrón donde debió de haber una e que convertía el cher en chere:
Alejin era una mujer.
O Capa tenía poca práctica en renunciar o demasiada maña en conquistar mujeres.
Sigue la carta:
«J' abandonne la partie» y por un momento leí «la patrie».
Capa renuncia a continuar jugando y pierde la partida y el campeonato mundial de ajedrez.
Todavía tiene saludos «pour Madame».
La carta está fechada en noviembre 29 de 1927 y el lugar en que fue escrita es Buenos Aires, Argentina.
Era el fin de un campeón y de una era del ajedrez moderno.
A esa edad Mozart había compuesto su Réquiem.
Alejin, que nunca se sintió culpable por no haber dado la revancha a Capablanca y mantuvo el título hasta su muerte,
contaba un cuento, ya al final de su vida, como Casanova pero sin tener la generosidad con las mujeres
que tuvo Casa en sus memorias.
Enfermo y firme,
relata lo que le ocurrió jugando con Capablanca en Petersburgo en 1914.
Una noche, en pleno torneo, y como en «La reina de espadas de Pushkin, tocaron a su puerta.
Abrió y se encontró con un viejo campesino ruso en harapos que le pidió entrar porque había encontrado un secreto de suma importancia para el ajedrez.
El hombre era insistente y Alejin lo dejó entrar pero no lo invitó a sentarse.
«¡He encontrado la manera de que las blancas den jaque mate en doce jugadas!»
Alejin se dio cuenta de que tenía en su cuarto de hotel a un loco y trató de echarlo de la mejor manera. Pero el viejo visitante insistía.
«Se lo voy a demostrar»,
decía.
Para acabar con el enojoso asunto Alejin dispuso el tablero y las fichas.
Doce jugadas más tarde el campeón ruso y futuro rey del ajedrez deponía su rey de madera.
Pálido y como de yeso Alejin casi suplicó:
«Repita sus jugadas, por favor. El viejo repitió su performance y volvió a derrotar a Alejin otra vez y otra vez más.
Alejin cogió al viejo jugador por un brazo, salió al pasillo y al cuarto de Capablanca.
Como de costumbre, el cubano no dormía sino que tocaba la balalaika para que una cimbreante gitana bailara una salmonela o como se llame ese baile ruso, rudo.
Con gran trabajo Alejin hizo que Capablanca dejara de hacer música o lo que estaba haciendo para atender al viejo patán.
Que procedió a derrotar al campeón sin corona del ajedrez una vez y otra y otra,
siempre en doce jugadas.
«¡Doce fatídicas jugadas!»
Aquí Alejin pareció dar por terminada la historia.
«Pero»,
quería saber el impaciente interlocutor, «¿qué pasó?»
«¿Qué pasó?»,
preguntó retóricamente Alejin.
«Pues que Capablanca y yo matamos al viejo.
Ahí mismo en su cuarto y luego lo echamos al Neva.
Eso fue lo que pasó.
De no haberlo hecho ni Capablanca ni yo habríamos sido campeones de ajedrez del mundo.
¡Del mundo!
Yo todavía lo soy», aseguró Alejin en su cama en medio del blanco cuarto,
luchando una vez más por quitarse como un Houdini ruso su camisa de fuerza,
al tiempo que miraba a su alienista con ojos en que se reflejaba un tablero de ajedrez.
Este cuento incompleto apareció en The Complete Chess Addict y lo reproduzco aquí porque revela el carácter del jugador de ajedrez y la personalidad de Alejin,
hombre capaz de llegar al asesinato por ganar una partida o el campeonato del mundo.
Es lo mismo.
Por otra parte asegura el doctor Félix Martí Ibáñez:
«Darle jaque mate al rey opuesto en ajedrez equivale a castrarlo y devorarlo,
haciéndose los dos uno solo en un ritual de homosexualismo simbólico y comunión can balística,
respondiendo así a los remanentes del complejo de Edipo infantil».
Escrito en 1960 esta sarta de infelices frases freudianas no es menos fantástica que la historia de Alejin y el jaque mate en doce jugadas,
juegan las blancas.
La fábula puede haber sido cocinada por lord Dunsany, uno de los maestros del cuento fantástico
y el doctor Ibáñez bien puede estar emparentado con Blasco Ibáñez.
Capa, por su parte, hizo tablas con lord Dunsany, que era un aficionado de cuidado.
Más tarde en San Petersburgo las noches blancas de un peón negro.
El director soviético Vsevolod Pudovkin hizo en 1925 una peliculita titulada El jugador de ajedrez y su protagonista era, ni más ni menos, Capablanca.
Ahí se juega con su nombre y con la blanca nieve. El film comenzó como un documental sobre el Torneo de Moscú en 1925,
cuando Capablanca era todavía campeón del mundo.
Capa, en medio de una sinfonía de tableros y una tocata de fichas,
aparece envuelto en un asunto romántico con la bella heroína rusa.
Todo el mundo parece presa de la fiebre del ajedrez (que es el título alterno)
pero una pregunta detiene el tránsito:
«¿Tal vez el amor es más poderoso que el ajedrez?»
Capablanca va aún más lejos al decir:
«Cuando veo una mujer bella, también empiezo a odiar al ajedrez».
Pero carga con la heroína, al torneo.
Al final,
de vuelta la novia rusa a su novio ruso, Capa con capa y sobre la nieve parece decir adiós.
En ese momento cae sobre la blanca acera un peón negro. Koniesh filma. (Fin del filme)
Capa siempre sintió una vaga antipatía por los que no saben jugar al ajedrez.
«Es tan melancólico», afirmaba,
«como un hombre que nunca haya tenido relaciones con una mujer que no sea su madre».
En una palabra,
no comprendía al soltero empedernido ni al ignorante que no sabe cómo se manipula el peón,
esa pieza que se parece extrañamente a un clítoris que se mueve inexorable hacia la reina opuesta.
Capablanca propuso una vez que se extendiera el tablero al añadir dos peones extra a cada lado y dos nuevas piezas.
Capa pensaba que las posibilidades del juego se habían agotado ya.
Algunos dicen que nuestro hombre en la dama concibió esta variante del juego si no del espacio del juego (que significaba a la vez una alteración de las reglas del juego)
porque estaba harto del número de partidas que terminaban en tablas,
sobre todo en torneos internacionales y en campeonatos.
Otros,
más personales,
dicen que Capablanca encontraba el juego tan fácil que se aburría
y las nuevas piezas y el nuevo espacio del juego serían como meter otra mujer en la cama.
Capablanca, que era un gran cocinero y presumía de gourmet,
rara vez se levantaba antes del almuerzo y de los postres y el café
(Capa, cuyo nombre es esencial al cigarro, no fumaba ni bebía)
y se iba a jugar siempre impaciente por terminar la partida, musitando:
«A la cena, a la cena»,
haciendo un juego de palabras por preferir el juego abierto.
Al clásico Capablanca se le acusó de ser el primer jugador narcisista,
que es un mal romántico.
Capablanca fue derrotado, en el tablero,
por una mujer, Mary Bain,
que lo venció en simultáneas.
Miss Bain tiene el récord del jugador de simultáneas que más rápido derrotara a Capablanca.
Mary no sólo era joven sino bonita y existe la sospecha entre los viejos ajedrecistas de que Capa se dejó ganar.
La derrota, la concesión, lo que fuera, ocurrió en sólo once movimientos.
«El ajedrez», dijo sir Richard Burton,
jugador de ajedrez y traductor del Kama Sutra,
código de amor hindú concebido por los inventores del ajedrez,
«es un juego erótico: todo consiste en poner horizontal a la reina».
Para los que creen en la importancia de ser serio, Capablanca adelantó una teoría:
«El ajedrez es una ciencia que parece un juego».
Una anécdota revela a un Capablanca compasivo, casi sentimental.
Jugaba con Lasker en Moscú en 1914
y Capablanca notó cómo el entonces campeón Lasker se puso pálido,
ceniza casi,
al darse cuenta de que había cometido un error tan grave que tal vez le costaría el juego.
La mano de Lasker temblaba tanto que casi no podía asir la pieza que quería mover.
Capablanca supo en ese momento que muy pronto sería el campeón mundial.
Pero, declaró,
no podía evitar sentir una gran piedad al ver el efecto paralizante que la inminente derrota tenía en Lasker.
«Había esgrimido el cetro del ajedrez durante veinte años», escribe Capablanca,
«y en ese instante supo que había llegado a su fin».
La ironía del momento es que no había llegado el fin para Lasker todavía.
El campeón se las arregló para hacer tablas y ganar el torneo.
Capablanca, llamado Capa," era lo que no era Alejin, por ejemplo, o Bobby Fischer:
un jugador placable, nada implacable.
Capablanca,
sin embargo, rara vez perdonaba a una mujer:
era un Donjuán capaz de convidar al Comendador a una partida de piedra y entre jugada y jugada acostarse con Inés, con Ana y con su hermana.
Para él un ménage a trois no era una partida extraña.
Capa, además, era un atleta experto:
las tablas de baloncesto le eran tan familiares como las del ajedrez,
practicaba esgrima con la idea de que el ajedrez era otro duelo
y había estudiado más libros de cocina que de ajedrez.
Nunca jugaba al ajedrez más que en torneos y competencias.
Tenía una segura posición social (que los envidiosos llamaban sinecura)
convertido en propagandista de Cuba a sueldo del Gobierno cubano,
no muy diferente a la posición de los jugadores soviéticos,
amateurs sólo de nombre.
Lasker dejó escrito
que Capablanca era, por encima de todo, un hombre modesto.
«Tenía la modestia fundamental que es la marca de la verdadera inteligencia.»
Quería, sí, ganar siempre en todo,
pero no tenía ese impulso asesino ni contra sus contrincantes ni con sus amantes que tenían Lord Byron o Hemingway.
Como Mozart, era un clásico que se hacía romántico en su juego.
¿ Era todo eso lo que estaba dentro de la caja lujosa en el túmulo en medio del Salón de los Pasos Perdidos?
En 1913 Capablanca fue nombrado una especie de embajador cultural de Cuba.
Los gobiernos de la isla, a pesar del sol, nunca fueron muy iluminados.
Pero ahora comprendían que Capablanca era un valor publicitario (la propaganda no se había asentado todavía sobre La Habana)
y que su nombre valía tanto como cualquier marca local.
Digamos La Corona, Partagás o Por Larrañaga.
Capablanca era una suerte de Montecristo que no fuma.
Sus colegas, en Cuba y en el mundo del ajedrez, objetaron a lo que llamaban una sinecura sine die.
Sólo Lasker, siempre apremiado, comprendió que Capablanca era un hombre con la suerte de tener a su país detrás.
Los rusos, al hacerse soviéticos, harían otro tanto.
Capablanca se hizo un jugador tan invulnerable que cogió fama de invencible y ganó el mote de la «máquina de jugar ajedrez»,
con todas sus implicaciones:
el autómata del Maelzel, las investigaciones de Poe, las astucias del doctor Mabuse llamado Der Spieler, el tahúr.
Un nuevo desafío del joven maestro al viejo matrero de Lasker sólo obtuvo que Lasker renunciara a su título en favor de Capablanca.
Pero como dice Procol Harum, «la muchedumbre quería más».
Quería, en efecto, un torneo de madera en que las lanzas se trocaran por peones,
las mazas por alfiles,
los caballos por caballos
y enrocar en esas distantes torres que son el Morro y la Cabaña a la entrada de la bahía de La Habana.
La bolsa era como para tentar a un monje en retiro: 25.000 pesos en una época en que el peso cubano valía más que el dólar:
era la era de las vacas gordas.
Jugando como el gran maestro que era, Capablanca ganó la victoria más decisiva jamás lograda por un desafiante al campeonato mundial.
Capa quedó tan extático que cometió el primer error de su vida con las mujeres:
se casó. Su novia de blanco para colmo se llamaba Gloria.
Capablanca siguió su carrera en ascenso.
De las 158 partidas y juegos de torneo desde 1914 había perdido sólo cuatro juegos.
Conocido por multitudes que sabían que ajedrez se escribía sin hache pero no con zeta,
Capablanca se hizo la primera estrella del ajedrez.
Tal vez sea, a pesar de Alejin, a pesar de Fischer, la más grande, la mayor.
Capablanca no sólo era el campeón del mundo sino el campeón de simultáneas de su tiempo.
Por lo que Petronio habría llamada elegantiae, Capablanca se negó siempre a jugar con los ojos vendados.
Ahora se echó hacia atrás, arrojó a un lado el último cigarrillo que no había encendido y dijo resuelto al teniente del ejército español de ocupación que se parecía tanto a su padre:
«¡No quiero la venda!» Con excepción de Lasker, Capablanca no era muy apreciado por los jugadores de su tiempo.
Lo encontraban remoto pero era un terremoto:
una fuerza destructiva natural que sacudía el tablero y derribaba las piezas,
sobre todo al rey y a la reina.
Pero, peor,
había un jugador que lo halagaba, lo alababa siempre: Aleksander Alejin.
«¡El malvado y miserable!»,
como me enseñó mi madre a mis diez años,
haciéndome un espectador prodigio.
(Creo que fui la última persona que vio a Capablanca muerto.)
Mi madre lo llamaba Alekine.
Para mi madre,
Alekine era de lo peorcito: un ruso blanco.
Alejin,
el diablo más a mano,
tentó a Capablanca como si él fuera Capanegra,
un mal Mefisto:
¡Alejin, aléjate!
Pero Capablanca aceptó el reto
y Alejin, sombra y asombro,
derrotó a Capablanca para siempre.
Declaró Alejin con falsa modestia que era sin embargo dato cierto:
«No creo que yo fuera superior a Capablanca.
Tal vez la razón por la que le gané fue que se sobrestimaba y no me estimaba».
Eran las razones del diablo:
Dios nunca me quiso, Mefisto.
Metafísicas aparte,
la verdad verdadera es que Alejin se hizo campeón del mundo
y se hizo con el campeonato por logro y por truco.
Hasta su muerte.
Sólo Dios sabe lo que le dijo al diablo.
A partir de su inesperada derrota,
Capablanca comenzó a venirse abajo, como una torre de nieve:
las blancas hacen enroque y pierden,
las negras ganan y se van.
Su matrimonio se hizo divorcio,
pero siguió jugando:
ganó algunas y perdió algunas.
En 1987 su viuda, Olga Capablanca de Clark,
vendió el manuscrito inédito de una partida Capablanca-Tartakower en $10.000.
Todavía era endiosado en el mundo del ajedrez y en el mundo:
Capablanca era una cerveza, un helado de chocolate y vainilla, un cóctel de ron con crema batida...
En Rusia, que ahora se llamaba la Unión Soviética, era más popular que nunca
lo fue en tiempos de los zares:
el ajedrez era rey y Capablanca su príncipe consorte.
Capablanca se casó con una rusa,
de París,
que conoció en 1934.
La boda ocurrió en 1938 en París,
pero tuvo su peor repercusión en La Habana.
La familia de su primera mujer consiguió algo más que Alejin:
Capablanca dejó de ser embajador at large de Cuba y lo degradaron a agregado.
Pero Capablanca no dejó de jugar y ganar: Caissa lo hizo.
Mozart podía,
vuelto de espaldas al piano,
decir el número y nombre de las notas de un acorde que tocara otra persona:
de preferencia una mujer.
Capablanca, de sólo echar una mirada al tablero, veía todas las piezas
y su disposición y sabía exactamente cuáles eran las posibilidades del juego.
Desdeñoso de las aperturas (nunca, según él, estudió una sola)
mostró siempre una habilidad pasmosa para los finales de partida.
Tal vez influyera que aprendiera a jugar cuando ya las fichas estaban sobre el tablero y el juego había comenzado.
Su adversario de siempre,
Luzbel extraordinario,
Alejin,
decía que no había visto otro jugador con su «rapidez para la comprensión»
que era su aprensión.
Un condiscípulo, jugador fuerte,
declaró que Capablanca «nunca aprendió a aprender».
Es que para Capa el ajedrez era un juego
y no por gusto se le declaró el playboy del ajedrez occidental,
en oposición a la emergente escuela rusa encabezada por Alejin,
que era todo estudio,
esfuerzo
y mala fe.
La palabra playboy sugiere a un Porfirio Rubirosa,
tenientillo que se abrió paso en la isla de Trujillo y en el mundo a golpes de pene y olvido.
Rubirosa era un chulo compensado, Capablanca era exactamente lo contrario.
Todavía se cree que Capablanca pertenecía a la alta sociedad criolla.
Nada más erróneo.
Capablanca padre no era más que un teniente del ejército español en la siempre fiel isla de Cuba.
Su madre era un ama de casa.
Los dos no tenían más que sus nombres memorables y un hijo formidable.
Incluso el patrón cubano que le pagaba los estudios en Estados Unidos
concluyó que Capablanca empleaba su tiempo más en jugar
(al ajedrez pero también al baseball y al basketball)
que en estudiar y le retiró el estupendo estipendio.
Ese mismo año la universidad lo suspendió de manera ominosa.
Fue entonces cuando Caissa vino a rescatar a Capa de la ignominia:
Frank Marshall acordó jugar contra Capablanca calculando que sería comida de bobo.
Capablanca lo derrotó decisivamente.
Hazaña sin precedentes que un mero aficionado derrotara a un cuajado campeón.
Marshall, impresionado por su derrota (es decir por la victoria de Capablanca),
hizo que lo invitaran al torneo de San Sebastián en 1911.
Capablanca ganó un torneo mayor en su primer intento,
lo que era la hazaña sin precedentes.
El resto es historia:
la del ajedrez precisamente.
Una tarde de 1942 (era marzo y nevaba)
Capablanca entró como tantas veces al Club de Ajedrez de Manhattan,
que había sido su refugio favorito de joven estudiante
y después de aspirante a cualquier torneo y aún más tarde de gran maestro del juego real y campeón del mundo finalmente.
Capa, friolento pero no lento,
se dirigió rápido a la sala de juego sin siquiera quitarse su sobretodo.
A pesar de los años pasados en Nueva York y en Europa,
a pesar de la nieve rusa,
Capa siempre tenía frío.
Excepto, por supuesto, cuando jugaba, con alguna mujer en la nieve.
El portero, la girl del guardarropa y hasta los miembros del club estaban acostumbrados a ver a Capablanca de negro gabán hasta el tobillo
moviéndose de tablero en tablero,
en silenciosas simultáneas:
mirando observando y captando de un solo golpe de ojo el estado de cada escaque y el conjunto de piezas derramadas en orden sobre el tablero.
Para él todo era un todo, el juego.
Ahora vio que no había un solo jugador de su edad.
Eran todos muy jóvenes o viejos:
eran tiempos de guerra
no de juego o del juego de la guerra.
Sobre otro tablero y por encima de un jugador joven vio de un vistazo que el otro,
un viejo,
tenía la partida perdida.
El jugador joven quiso iniciar una jugada decisiva,
lo pensó sin pensarlo,
se arrepintió y no fue más allá.
Pero había tocado su dama y según las reglas del juego
cuando se roza una pieza propia hay que moverla adelante.
El otro jugador,
el viejo,
ensimismado en la derrota,
no había advertido el leve movimiento del otro
y el jugador joven hizo como si no hubiera pasado nada.
Tal vez Capablanca recordara la primera vez que notó,
hacía más de medio siglo, una jugada para anotar un fraude.
Ahora no dijo nada,
por supuesto:
era todavía un caballero.
Pero levantó los brazos de manera extraña,
se llevó las manos enguantadas al cuello y pidió casi con un grito:
«¡Ayúdenme con la capa!»
en español.
Ésa fue su frase final.
No dijo más y cayó al suelo, muerto.
Había sufrido, según la autopsia,
un derrame cerebral masivo.
El patólogo dijo que no se mostraba nada sobrenatural
(«específico» fue lo que dijo)
en el cerebro de Capablanca,
que era particularmente normal.
Es obvio que el ajedrez y las muchas mujeres no se ven en el cerebro.
¿Era eso todo lo que había en su cabeza embalsamada?
FIN
Fuente: Vidas para leerlas
Ediorial Alfaguara 1998.
HIJO DE CAISSA,
DE GUILLERMO CABRERA INFANTE
« ¿A dónde vas tan de prisa?»
«Al café de Flore,
Echan una partida Céline y Henry Miller»
«¡Bah! Escritores menores»
«Pero es que juegan contra Capablanca»
«¿A qué esperamos?»
La primera vez que vi a Capablanca fue la última.
Mi madre me llevó a verlo.
Mi madre, tengo que decirlo, no tenía idea de lo que era el ajedrez pero sí sabía quién era Capablanca.
Una tarde casi a primera noche nos arrastró a mi hermano y a mí a ver a Capablanca.
Salimos después de comer y llegamos a nuestro destino, el Capitolio Nacional, cuando casi era de noche.
El enorme edificio blanco estaba iluminado para una fiesta, a la que íbamos.
Subimos la alta, ancha escalinata de granito hasta el salón de los Pasos Perdidos (buen nombre, lástima. que fuera prestado)
y allí en medio estaba Capablanca en su posición de eminente jugador de ajedrez
que ha sufrido un jaque mate.
Cuando nos acercamos, con reverencia, pude ver todo lo que se podía ver de Capablanca:
sólo su rostro.
Estaba terriblemente pálido, gris más bien
y en la nariz y en los oídos tenía torpes tapones de algodón.
Capablanca se veía inmóvil y sin edad:
estaba muerto,
era evidente,
aunque era un Inmortal.
El catafalco,
palabra nueva,
quedaba justo encima del diamante en el centro del enorme salón donde se perdían nuestros pasos.
En medio del medio, central, estaba el diamante,
protegido por un grueso cristal que aseguraba su posesión
y al mismo tiempo aumentaba su tamaño y su valor.
El diamante aparecía como muchas mujeres, a la vez atractivo e inaccesible.
Era, lo han adivinado, una versión cubana del colosal Kohinoor
que Raffles, sus manos de seda nunca sobre la piedra trunca, soñó con robar.
El diamante, además, no sólo era una piedra preciosa sino un mojón miliar:
marcaba el kilómetro cero de la carretera central, por orden del general Gerardo Machado, tirano de turno.
Ahora, joya sobre joya,
el ataúd en que descansaba Capablanca,
su estuche, se posaba, pesado, con su carga preciosa
sobre el duro diamante popular
y la acumulación de riquezas era casi insoportable para un niño
que trataba de comprender qué significaba tanta veneración.
Mi madre, una loca por la cultura, dijo definitiva: «Es una gloria de Cuba».
No dijo fue sino es.
Capablanca es.
La vida de Capablanca comienza donde empieza el Ajedrez.
Su juego es su vida.
Jugadores de ajedrez,
¡apártense!
José Raúl Capablanca y Graupera nació en La Habana el 18 de noviembre de 1888,
hijo de un militar español y de una dama catalana.
Acaban de cumplirse pues cien años de su nacimiento.
Como dijo el gran Golombek:
«Todo en Capablanca fue legendario, excepto que por supuesto se sabe que nació».
Según cuenta la leyenda,
a los cuatro años Capa (su apodo favorito)
se burló de su padre que jugaba al ajedrez porque hizo uso ilegal de un caballo.
No se refería Capita a un «animal solípedo que se domestica con facilidad y es útil al hombre»
(y a veces a la mujer también, aunque el Real Diccionario de la Real Academia no lo especifica),
sino a la pieza de ajedrez que se llama caballero (knight)
en inglés
y saltarín (Springer) en alemán.
Nunca nadie dio lecciones de ajedrez al precoz jugador.
La versión de Capablanca: «No tenía cinco años todavía cuando, por accidente, entré a la oficina de mi padre y lo encontré jugando con otra persona.
No había visto nunca un juego de ajedrez: las piezas me interesaron y al día siguiente volví a verlos jugar.
Al tercer día, mientras miraba, mi padre, muy pobre en las aperturas,
movió un caballo de un escaque blanco a otro del mismo color.
Aparentemente su oponente, que no era mejor, no se dio cuenta.
Mi padre ganó y yo le dije que era un tramposo y me reí de él.
Después de un regaño casi me sacó de la habitación, 'pero le pude mostrar lo que había hecho.
Mi padre me preguntó qué sabía yo de ajedrez.
Le contesté que lo suficiente para derrotarlo:
me dijo que era imposible, considerando que ni siquiera sabía colocar las piezas.
Probamos con las conclusiones y yo gané. Así empecé».
Capablanca, padre, entre otros, se quedó mudo de asombro y luego clamoroso de entusiasmo.
Pepito, así lo llamaba su madre, derrotó a su padre, primero,
a los amigos de su padre después y
, aunque se le prohibió que jugara en público,
a los once años derrotó al futuro campeón de Cuba, Juan Corzo,
que en un curso es recurso aparece en todas las historias de ajedrez sin haber ganado sino perdido.
«Capa bate a Corzo» es,
en efecto, una de las partidas más memorables completadas por un niño prodigio
y los dos, como Napoleón y Wellington, hicieron historia al ganar y al ser derrotados.
Capablanca fue un sobreviviente desde niño:
otro hermano murió muy joven.
La trama que quiere que el ajedrez tenga una motivación edípica (advenedizo mata al rey) queda aquí coja.
Fue el hermano mayor muerto el que debió retar al padre.
Capablanca deviene un Edipolipo.
La teoría freudiana que explica el ajedrez en términos del complejo de Edipo
(que no es, Edipo Rey, más que una obra de teatro griega con poco público)
siempre me ha parecido fraudulenta.
Sin embargo es cierto que Capablanca aprendió solo a jugar ajedrez sólo para vencer a su padre -
y lo ha conseguido.
El verdadero Capablanca, el viejo, ha sido obliterado hasta el olvido.
Cuando se dice Capablanca todos pensamos en el jugador al que se conocía como la «máquina de jugar ajedrez».
Cuatro meses después de derrotar a Corzo, que era ahora campeón nacional,
Capablanca participa en el primer campeonato cubano y queda en cuarto lugar.
Corzo alienta a Capa para que se haga jugador profesional, pero papá dice que no.
Corzo sin embargo vive lo suficiente para ver a Capablanca coronado campeón internacional del juego de los reyes y los peones,
y muere sólo cuatro años antes que Capa.
Un industrial cubano (ya en Cuba republicana) se ofrece a costear la educación del joven maestro.
Capablanca se enrola en la Universidad de Columbia que queda, afortunadamente para él, en Nueva York, donde también está el Club de Ajedrez de Manhattan.
Allí pasa Capa el tiempo que le dejan libre las muchachas de Manhattan.
En el Club de Ajedrez es donde el prodigio que se hizo amateur en Nueva York fue profesional: Capablanca from Havana.
Aquí fue donde Capablanca se llamó Capa, nombre que le divertía porque era más corto que el propio y lo hacía, como jugador,
el igual del personaje de Chaucer que sonreía pero llevaba una daga bajo la capa.
Capa tenía debajo un alfil o su pieza preferida, el peón envenenado.
Aquí jugó cientos de juegos con los principales jugadores de Nueva York.
Fue aquí donde jugó también contra Lasker, Mr. Emanuel, el campeón mundial de origen alemán, de origen judío
y a quien muchos señalan como el mejor jugador de todos los tiempos –
un poco por debajo" de Capablanca.
El trío del terror está compuesto de hecho por Capablanca, Lasker y Paul Morphy (1837-1884), el sureño que temía tener sangre negra: una tragedia americana.
Fischer pudo haber completado la tríada,
pero su brillante triunfo sobre Boris Spassky en Reikiavik en 1972 quedó borrado por su demencia juvenil de la que nunca sanó.
Fischer, fanático anticomunista, es curioso, no padecía del complejo de Edipo:
jugaba, literalmente, contra su madre que era tan comunista que la llamaban la Reina Roja.
En el Club de Ajedrez de Manhattan, Capablanca intimó con uno de los grandes jugadores americanos, Frank Marshall,
a quien derrotaría decisivamente en 1909.
Capablanca tenía veintiún años, Marshall treinta y tres.
Marshall relata la ocasión en que un muy aburrido Capablanca, jugando en su contra, cabeceó más de una vez.
Con un sentido del humor muchas veces ausente del tablero, contó Marshall:
«Cometí el peor movimiento del juego:
desperté a Capablanca».
Capa ejecutó un jaque mate fulminante.
Capablanca se hizo un maestro del zugzwang que es mejor que maestro del zen.
El zugzwang indica en alemán la posición en que el jugador obtiene un resultado peor (Pace Marshall) si le toca mover una pieza que si no le toca.
Capa, el bien parecido, el elegante, el urbano se sonreía observando la cara de su contrincante
cuando producía lo que parecía un zigzag y era un zugzwang.
Hubo un jugador llamado Johann Hermann Zukertort
que se enfurecía cuando le traducían su apellido. Todos le llamaban Torta de Azúcar.
Capa no se molestaba cuando en Nueva York, cosas de colegiales, lo llamaban White Cloak.
Era, claro, el disfraz del lobo cuando visitaba a Caperucita en invierno.
Pero cuando empezaba a funcionar el mudo motor de sus células grises, lo comparaban con la eficiencia silente de un Rolls Royce en marcha.
En sus días de estudiante (no de ajedrez, que nació "'sabiéndolo: por eso le llamaron el «Mozart del ajedrez»)
Capablanca jugaría más de una vez con Lasker.
Ninguno de los dos sabía que Capablanca arrebataría a Lasker la reina y la corona.
En el ajedrez no se intuye sino se sabe,
como en una ciencia exacta,
qué va a ocurrir muchas movidas más tarde.
El ajedrez es un juego autista.
Lo saben los espectadores sentados frente a la doble muralla invisible.
Lo saben los jugadores encastillados en la defensa y la ofensa.
Círculos concéntricos del ejercicio mental hecho juego,
muchas veces la partida termina en el jaque de la locura.
Al juego de Bobby Fischer, el único candidato a la corona eterna de Capablanca,
lo han llamado «maniobras lunáticas».
Fischer nunca estuvo loco,
ni siquiera ahora en que se ha convertido en la Greta Garbo del juego.
Pero hay casos de genuina locura.
Como la paranoia patética de Paul Morphy,
que fue el primer campeón moderno,
cuyos paseos solitarios y sombríos tenían por escenario la vieja Nueva Orleáns
que lo vio nacer.
Morphy fue un apestado social en Inglaterra y celebrado en Francia.
En París le ganó al duque de Brunswick jugando junto con el conde Vauvenargues en el palco del duque en la ópera,
en el intermedio de la puesta en escena de El barbero de Sevilla.
Fígaro aquí, Fígaro allá.
Capablanca jugaba con tal velocidad que en el famoso torneo por el campeonato, celebrado en La Habana,
Lasker, su oponente,
se quejó de que el reloj Timer de Capablanca
había sido arreglado por los cubanos para que corriera más lento.
Pero durante el torneo Capablanca perdió siete kilos.
Capablanca solía decir:
«Hubo un momento en mi vida en que estuve muy cerca de creer que no podía perder un juego».
Lasker, siempre generoso, cuando Capablanca entró en el torneo de Nueva York de 1924,
declaró:
«Capablanca podía descansar en un récord que nadie había conseguido nunca ni nadie igualará después.
En diez años había jugado noventa y nueve torneos y juegos decisivos y
¡perdido sólo un juego!»
Como los apaches según Miguel Inclán, Capablanca era un hombre orgulloso.
Cuando estaba a punto de perder un juego contra Marshall en La Habana en 1913,
partida sin importancia,
hizo que el alcalde de la ciudad en que nació vaciara el salón de juego antes de admitir la derrota.
Sin embargo, cuando perdió tan extraña y sorpresivamente contra Alejin en Buenos Aires en 1927,
se asegura que la noche del juego decisivo estuvo bailando tango tras tango con una belleza local.
(A Capablanca, como a Borges, le gustaban las argentinas.)
Dice Alexander Coburn, comentarista inglés:
«Uno de los aspectos más interesantes de la personalidad de Capablanca
es que, como a ningún maestro antes, le interesaban mucho las mujeres».
Es verdad.
Capa, hijo de Caissa (Caissa es la diosa del ajedrez y su musa no sumisa),
estaba más interesado en el juego con las mujeres que en el Ajedrez.
En un torneo celebrado en Londres,
antes de perder el campeonato,
fue convidado con Alejin, que entonces posaba de ser su mejor amigo,
al music hall que adornaban las famosas Bluebell Girls (todas altas, todas rubias, todas piernas)
y todo el tiempo que duró el espectáculo, Alejin no dejó de consultar su ajedrez de bolsillo,
mientras Capablanca era todo ojos al escenario.
¡Cuidado con la dama! Es la pieza más peligrosa del juego.
Al ser preguntado por el sexo, propio o ajeno, Bobby Fischer respondió:
«Prefiero jugar al ajedrez».
A Alejin, por su parte,
no le interesaba más que estudiar a Capablanca, su juego, su rejuego.
Estuvo, según confesión propia, trece años estudiando al campeón de cerca.
Esa noche en Londres lo estudiaba todavía y anotó críptico en su diario:
«It takes two to tango».
Capa permaneció en los Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial,
jugando,
y se escribía sobre asuntos de ajedrez
(¿de qué otra cosa?)
con el campeón Lasker,
ciudadano alemán y judío patriota.
Un día de 1918 vinieron a visitarlo dos discretos caballeros de Washington.
Eran del servicio de contrainteligencia que investigaban su correspondencia extranjera, llena de extraños símbolos: 1OBXe7 Qxe7 110-0 NXC3 12RXC3 e5.
«¿Qué clave es ésta?»
Muy serio, Capablanca respondió:
«Son símbolos para una maniobra de liberación».
«¿Cómo?»,
dijeron los dos agentes al unísono.
Capa a carcajadas escapa:
«Son signos del ajedrez, una convención internacional».
Después de explicaciones y ejemplos con el auxilio de un tablero y varias fichas, los policías comprendieron.
«¡Ah, es como las damas!»
«¡Efectivamente –dijo Capa–,
como las damas pero con caballeros!»
Capablanca se dio cuenta de que la contrainteligencia es lo contrario de la inteligencia.
Y sin embargo, sin embargo:
Emanuel Lasker había ya inventado un tanque de guerra para el enemigo que era todavía su amigo.
Morphy, que se llamaba Morfeo
pero no podía dormir,
antes de entrar al primer círculo de la espiral de la locura,
laberinto sin Dédalo,
estuvo en 1864 en La Habana,
«que ya era centro del ajedrez»,
para dar varias exhibiciones con los ojos vendados.
El resto fue el ensordecedor silencio de la mente del jugador en una partida que no cesa.
Capablanca, que jamás imaginó la presión social sobre su sanidad mental que sufrió Morphy,
se comportó siempre por encima de los pares y los nones que lo creían un aristócrata español.
En Londres lo tenían por un hombre frío cuando sólo era calmo: cool not cold.
Según Gerald Abraham en La mente del ajedrez, Capablanca
«poseía un juicio calculado para prevenirle de perder el control mental».
Dice George Steiner en su ensayo White Knights of Reykjavik,
sobre el combate Bobby Fischer-Boris Spassky:
«Más que ningún otro maestro (Capablanca) pudo ver la armazón exacta de la pura lógica».
Parecía tener, añade,
«la apretada dirección que tienen las computadoras que juegan al ajedrez».
Capablanca, según Steiner, todavía «tenía la monotonía de la perfección».
En una ocasión el campeón, nonchalant,
se apareció a reanudar una partida interrumpida ¡vestido para jugar al tenis y con una raqueta en la mano!
Era que había hecho cita con una damita de sociedad adicta al juego de la pelota.
Capablanca, Steiner dixit, ganó una famosa partida al eterno Lasker «con impecable rigor»
y en cincuenta y una calladas movidas consiguió que «un peón avance hasta la fila final para ser coronado reina»,
en el más peligroso travesti del juego:
para el peón es morir después de reinar.
Capablanca, ahora, pareció por un momento lamentar que su viejo amigo Lasker perdiera una partida que tenía ya ganada
y no se movió de su asiento sobre el tablero ni cuando retumbaron los aplausos.
Su actitud durante el juego, después del juego, era bien diferente a la de Bobby Fischer.
Así describe el International Herald Tribune a Fischer,
jugando por el campeonato mundial de Reikiavik, Islandia, en julio de 1972:
«Fischer no se está nunca quieto y continuamente da vueltas en redondo sobre su silla giratoria especial (que le costó $470).
Mientras Spassky se sume en una meditación profunda sobre el siguiente movimiento,
Fischer se come las uñas, se saca los mocos y se limpia los oídos entre movida y movida».
Fischer, que con su estatura, sus excentricidades y su adicción a los cómics fue el Howard Hughes del juego ciencia más que de la ciencia del juego,
no jugaba ajedrez sino que practicaba continuos ejercicios de anulación de la personalidad del contrincante.
Capablanca era la gentileza, la seguridad y la absoluta convicción de que el juego era suyo:
el ajedrez se había inventado para él.
Caissa lo hizo.
Sin embargo,
más que con aquel indeciso de Morphy
(en su cara se veía siempre la sombra de una duda por más que se afeitase),
demente, delirante, se compara a menudo a Capablanca con Fischer.
Sería el caso de dos hermanos gemelos unidos por un tablero,
pero, como las piezas, uno blanco y otro negro.
Como final analogía de contrarios,
se ha imaginado una partida única para resolver (palabra clave en el juego)
el último problema de ajedrez.
¿Podría Fischer haber derrotado a Capablanca?
Fischer buscó siempre demoler a su oponente, física y mentalmente.
La única manera en que Fischer habría podido acabar con Capablanca
sería que aprovechara cuando Capa apretara el botón de su Tlffier para hacer desfilar a espaldas de Fischer coristas, modelos y stripteasers con que distraer el ojo desnudo del cubano.
Capablanca podría, en revancha, recordarle a Fischer a su madre, la bestia negra que era,
para su hijo, roja como la plaza donde están las altas torres del Kremlin.
Capablanca fue acusado muchas veces de fácil porque el juego le era tan fácil como a Mozart la música.
Era una suerte de respiración.
También lo llamaron haragán otras veces, como a Rossini.
Cuando el joven Gioacchino, que siempre componía en la cama por miedo al frío (como Capablanca, Rossini padecía de frío incoercible),
de donde se levantaba tarde o no se levantaba,
vio caer al suelo una de las hojas, de su Barbero,
no se molestó en bajar de la cama ni a perturbar las otras páginas,
sino que la escribió de nuevo.
Ésta es la mejor parte de su «Obertura».
Capablanca, por su arte, no estudió una apertura en su vida.
Dijeron que Capa era un incurable mujeriego como si padeciera una enfermedad venérea.
«Como cubano al fin»,
dijo Alejin,
que se había casado cuatro veces,
les pegaba a sus mujeres y bebía hasta aparecerse borracho a jugar en un torneo importante.
Ese hábito que no hace un monje le costó el campeonato mundial en 1935.
Antisemita hasta el punto de escribir artículos difamando a los judíos en el ajedrez,
publicados en la prensa nazi durante la ocupación de Francia,
padecía agudos ataques de violencia, como cuando, al perder una partida fácil,
destruyó los muebles de su habitación de hotel en Pskov.
Pero Alejin fue el primer gran jugador de ajedrez ruso sin las trampas soviéticas de Stalin.
Hoy tiene un torneo en su nombre en la Unión Soviética
y las autoridades rusas han intentado varias veces llevarse a Moscú sus restos que descansan (si es que pueden) en el cementerio de Pere Lachaise en París.
Sobre su tumba hay un busto idealizado del jugador, abajo hay un tablero de ajedrez y en el medio una inscripción en bronce que exalta la memoria de un gran jugador que fue también un miserable.
Alejin fue el Salieri de Capablanca.
Después de la inesperada, increíble derrota del cubano de manos del ruso blanco en Buenos Aires en 1927,
Alejin se negó sistemáticamente a conceder a Capablanca la revancha por el campeonato mundial (entonces las reglas del juego eran diferentes)
y aunque prometió hacerlo muchas veces, nunca cumplió.
Como ironía y jaque mate, Alejin perdió el campeonato mundial a manos del soso y serio Max Euwe.
En 1937, sin embargo, Euwe, holandés cabal, le dio a Alejin una lección de caballerosidad (por demás inútil)
y le concedió una revancha ancha.
El torneo no le sirvió de nada a Euwe que fue derrotado de mala manera.
Como dice de Alejin Richard Eales en The History of a Game:
«El contraste de su comportamiento con Capablanca fue francamente obvio».
Las relaciones entre Capablanca y Alejin llegaron a ser tan malas que Capablanca se negaba a participar en torneos internacionales si tenía que jugar con Alejin.
Capa tenía en las blancas su nombre, pero Alejin decidió jugar con las negras hasta el final.
En 1940, viviendo en la Francia ocupada, Alejin (a quien mi madre llamaba «un verdadero villano»)
pidió permiso para emigrar a Cuba y prometió que, si lo admitían en la isla, jugaría contra Capablanca por el campeonato mundial.
Batista, gran amigo de la Unión Soviética entonces, era el presidente de Cuba y le negó el permiso.
Ironías del tablero, poco después de su muerte,
Stalin decidió considerar a Alejin una gloria rusa.
La carta de renuncia de Capablanca a Alejin es uno de los documentos más elocuentes de la historia del ajedrez.
«Cher Monsieur Alekhine»,
escribió Capablanca en francés y hay un borrón donde debió de haber una e que convertía el cher en chere:
Alejin era una mujer.
O Capa tenía poca práctica en renunciar o demasiada maña en conquistar mujeres.
Sigue la carta:
«J' abandonne la partie» y por un momento leí «la patrie».
Capa renuncia a continuar jugando y pierde la partida y el campeonato mundial de ajedrez.
Todavía tiene saludos «pour Madame».
La carta está fechada en noviembre 29 de 1927 y el lugar en que fue escrita es Buenos Aires, Argentina.
Era el fin de un campeón y de una era del ajedrez moderno.
A esa edad Mozart había compuesto su Réquiem.
Alejin, que nunca se sintió culpable por no haber dado la revancha a Capablanca y mantuvo el título hasta su muerte,
contaba un cuento, ya al final de su vida, como Casanova pero sin tener la generosidad con las mujeres
que tuvo Casa en sus memorias.
Enfermo y firme,
relata lo que le ocurrió jugando con Capablanca en Petersburgo en 1914.
Una noche, en pleno torneo, y como en «La reina de espadas de Pushkin, tocaron a su puerta.
Abrió y se encontró con un viejo campesino ruso en harapos que le pidió entrar porque había encontrado un secreto de suma importancia para el ajedrez.
El hombre era insistente y Alejin lo dejó entrar pero no lo invitó a sentarse.
«¡He encontrado la manera de que las blancas den jaque mate en doce jugadas!»
Alejin se dio cuenta de que tenía en su cuarto de hotel a un loco y trató de echarlo de la mejor manera. Pero el viejo visitante insistía.
«Se lo voy a demostrar»,
decía.
Para acabar con el enojoso asunto Alejin dispuso el tablero y las fichas.
Doce jugadas más tarde el campeón ruso y futuro rey del ajedrez deponía su rey de madera.
Pálido y como de yeso Alejin casi suplicó:
«Repita sus jugadas, por favor. El viejo repitió su performance y volvió a derrotar a Alejin otra vez y otra vez más.
Alejin cogió al viejo jugador por un brazo, salió al pasillo y al cuarto de Capablanca.
Como de costumbre, el cubano no dormía sino que tocaba la balalaika para que una cimbreante gitana bailara una salmonela o como se llame ese baile ruso, rudo.
Con gran trabajo Alejin hizo que Capablanca dejara de hacer música o lo que estaba haciendo para atender al viejo patán.
Que procedió a derrotar al campeón sin corona del ajedrez una vez y otra y otra,
siempre en doce jugadas.
«¡Doce fatídicas jugadas!»
Aquí Alejin pareció dar por terminada la historia.
«Pero»,
quería saber el impaciente interlocutor, «¿qué pasó?»
«¿Qué pasó?»,
preguntó retóricamente Alejin.
«Pues que Capablanca y yo matamos al viejo.
Ahí mismo en su cuarto y luego lo echamos al Neva.
Eso fue lo que pasó.
De no haberlo hecho ni Capablanca ni yo habríamos sido campeones de ajedrez del mundo.
¡Del mundo!
Yo todavía lo soy», aseguró Alejin en su cama en medio del blanco cuarto,
luchando una vez más por quitarse como un Houdini ruso su camisa de fuerza,
al tiempo que miraba a su alienista con ojos en que se reflejaba un tablero de ajedrez.
Este cuento incompleto apareció en The Complete Chess Addict y lo reproduzco aquí porque revela el carácter del jugador de ajedrez y la personalidad de Alejin,
hombre capaz de llegar al asesinato por ganar una partida o el campeonato del mundo.
Es lo mismo.
Por otra parte asegura el doctor Félix Martí Ibáñez:
«Darle jaque mate al rey opuesto en ajedrez equivale a castrarlo y devorarlo,
haciéndose los dos uno solo en un ritual de homosexualismo simbólico y comunión can balística,
respondiendo así a los remanentes del complejo de Edipo infantil».
Escrito en 1960 esta sarta de infelices frases freudianas no es menos fantástica que la historia de Alejin y el jaque mate en doce jugadas,
juegan las blancas.
La fábula puede haber sido cocinada por lord Dunsany, uno de los maestros del cuento fantástico
y el doctor Ibáñez bien puede estar emparentado con Blasco Ibáñez.
Capa, por su parte, hizo tablas con lord Dunsany, que era un aficionado de cuidado.
Más tarde en San Petersburgo las noches blancas de un peón negro.
El director soviético Vsevolod Pudovkin hizo en 1925 una peliculita titulada El jugador de ajedrez y su protagonista era, ni más ni menos, Capablanca.
Ahí se juega con su nombre y con la blanca nieve. El film comenzó como un documental sobre el Torneo de Moscú en 1925,
cuando Capablanca era todavía campeón del mundo.
Capa, en medio de una sinfonía de tableros y una tocata de fichas,
aparece envuelto en un asunto romántico con la bella heroína rusa.
Todo el mundo parece presa de la fiebre del ajedrez (que es el título alterno)
pero una pregunta detiene el tránsito:
«¿Tal vez el amor es más poderoso que el ajedrez?»
Capablanca va aún más lejos al decir:
«Cuando veo una mujer bella, también empiezo a odiar al ajedrez».
Pero carga con la heroína, al torneo.
Al final,
de vuelta la novia rusa a su novio ruso, Capa con capa y sobre la nieve parece decir adiós.
En ese momento cae sobre la blanca acera un peón negro. Koniesh filma. (Fin del filme)
Capa siempre sintió una vaga antipatía por los que no saben jugar al ajedrez.
«Es tan melancólico», afirmaba,
«como un hombre que nunca haya tenido relaciones con una mujer que no sea su madre».
En una palabra,
no comprendía al soltero empedernido ni al ignorante que no sabe cómo se manipula el peón,
esa pieza que se parece extrañamente a un clítoris que se mueve inexorable hacia la reina opuesta.
Capablanca propuso una vez que se extendiera el tablero al añadir dos peones extra a cada lado y dos nuevas piezas.
Capa pensaba que las posibilidades del juego se habían agotado ya.
Algunos dicen que nuestro hombre en la dama concibió esta variante del juego si no del espacio del juego (que significaba a la vez una alteración de las reglas del juego)
porque estaba harto del número de partidas que terminaban en tablas,
sobre todo en torneos internacionales y en campeonatos.
Otros,
más personales,
dicen que Capablanca encontraba el juego tan fácil que se aburría
y las nuevas piezas y el nuevo espacio del juego serían como meter otra mujer en la cama.
Capablanca, que era un gran cocinero y presumía de gourmet,
rara vez se levantaba antes del almuerzo y de los postres y el café
(Capa, cuyo nombre es esencial al cigarro, no fumaba ni bebía)
y se iba a jugar siempre impaciente por terminar la partida, musitando:
«A la cena, a la cena»,
haciendo un juego de palabras por preferir el juego abierto.
Al clásico Capablanca se le acusó de ser el primer jugador narcisista,
que es un mal romántico.
Capablanca fue derrotado, en el tablero,
por una mujer, Mary Bain,
que lo venció en simultáneas.
Miss Bain tiene el récord del jugador de simultáneas que más rápido derrotara a Capablanca.
Mary no sólo era joven sino bonita y existe la sospecha entre los viejos ajedrecistas de que Capa se dejó ganar.
La derrota, la concesión, lo que fuera, ocurrió en sólo once movimientos.
«El ajedrez», dijo sir Richard Burton,
jugador de ajedrez y traductor del Kama Sutra,
código de amor hindú concebido por los inventores del ajedrez,
«es un juego erótico: todo consiste en poner horizontal a la reina».
Para los que creen en la importancia de ser serio, Capablanca adelantó una teoría:
«El ajedrez es una ciencia que parece un juego».
Una anécdota revela a un Capablanca compasivo, casi sentimental.
Jugaba con Lasker en Moscú en 1914
y Capablanca notó cómo el entonces campeón Lasker se puso pálido,
ceniza casi,
al darse cuenta de que había cometido un error tan grave que tal vez le costaría el juego.
La mano de Lasker temblaba tanto que casi no podía asir la pieza que quería mover.
Capablanca supo en ese momento que muy pronto sería el campeón mundial.
Pero, declaró,
no podía evitar sentir una gran piedad al ver el efecto paralizante que la inminente derrota tenía en Lasker.
«Había esgrimido el cetro del ajedrez durante veinte años», escribe Capablanca,
«y en ese instante supo que había llegado a su fin».
La ironía del momento es que no había llegado el fin para Lasker todavía.
El campeón se las arregló para hacer tablas y ganar el torneo.
Capablanca, llamado Capa," era lo que no era Alejin, por ejemplo, o Bobby Fischer:
un jugador placable, nada implacable.
Capablanca,
sin embargo, rara vez perdonaba a una mujer:
era un Donjuán capaz de convidar al Comendador a una partida de piedra y entre jugada y jugada acostarse con Inés, con Ana y con su hermana.
Para él un ménage a trois no era una partida extraña.
Capa, además, era un atleta experto:
las tablas de baloncesto le eran tan familiares como las del ajedrez,
practicaba esgrima con la idea de que el ajedrez era otro duelo
y había estudiado más libros de cocina que de ajedrez.
Nunca jugaba al ajedrez más que en torneos y competencias.
Tenía una segura posición social (que los envidiosos llamaban sinecura)
convertido en propagandista de Cuba a sueldo del Gobierno cubano,
no muy diferente a la posición de los jugadores soviéticos,
amateurs sólo de nombre.
Lasker dejó escrito
que Capablanca era, por encima de todo, un hombre modesto.
«Tenía la modestia fundamental que es la marca de la verdadera inteligencia.»
Quería, sí, ganar siempre en todo,
pero no tenía ese impulso asesino ni contra sus contrincantes ni con sus amantes que tenían Lord Byron o Hemingway.
Como Mozart, era un clásico que se hacía romántico en su juego.
¿ Era todo eso lo que estaba dentro de la caja lujosa en el túmulo en medio del Salón de los Pasos Perdidos?
En 1913 Capablanca fue nombrado una especie de embajador cultural de Cuba.
Los gobiernos de la isla, a pesar del sol, nunca fueron muy iluminados.
Pero ahora comprendían que Capablanca era un valor publicitario (la propaganda no se había asentado todavía sobre La Habana)
y que su nombre valía tanto como cualquier marca local.
Digamos La Corona, Partagás o Por Larrañaga.
Capablanca era una suerte de Montecristo que no fuma.
Sus colegas, en Cuba y en el mundo del ajedrez, objetaron a lo que llamaban una sinecura sine die.
Sólo Lasker, siempre apremiado, comprendió que Capablanca era un hombre con la suerte de tener a su país detrás.
Los rusos, al hacerse soviéticos, harían otro tanto.
Capablanca se hizo un jugador tan invulnerable que cogió fama de invencible y ganó el mote de la «máquina de jugar ajedrez»,
con todas sus implicaciones:
el autómata del Maelzel, las investigaciones de Poe, las astucias del doctor Mabuse llamado Der Spieler, el tahúr.
Un nuevo desafío del joven maestro al viejo matrero de Lasker sólo obtuvo que Lasker renunciara a su título en favor de Capablanca.
Pero como dice Procol Harum, «la muchedumbre quería más».
Quería, en efecto, un torneo de madera en que las lanzas se trocaran por peones,
las mazas por alfiles,
los caballos por caballos
y enrocar en esas distantes torres que son el Morro y la Cabaña a la entrada de la bahía de La Habana.
La bolsa era como para tentar a un monje en retiro: 25.000 pesos en una época en que el peso cubano valía más que el dólar:
era la era de las vacas gordas.
Jugando como el gran maestro que era, Capablanca ganó la victoria más decisiva jamás lograda por un desafiante al campeonato mundial.
Capa quedó tan extático que cometió el primer error de su vida con las mujeres:
se casó. Su novia de blanco para colmo se llamaba Gloria.
Capablanca siguió su carrera en ascenso.
De las 158 partidas y juegos de torneo desde 1914 había perdido sólo cuatro juegos.
Conocido por multitudes que sabían que ajedrez se escribía sin hache pero no con zeta,
Capablanca se hizo la primera estrella del ajedrez.
Tal vez sea, a pesar de Alejin, a pesar de Fischer, la más grande, la mayor.
Capablanca no sólo era el campeón del mundo sino el campeón de simultáneas de su tiempo.
Por lo que Petronio habría llamada elegantiae, Capablanca se negó siempre a jugar con los ojos vendados.
Ahora se echó hacia atrás, arrojó a un lado el último cigarrillo que no había encendido y dijo resuelto al teniente del ejército español de ocupación que se parecía tanto a su padre:
«¡No quiero la venda!» Con excepción de Lasker, Capablanca no era muy apreciado por los jugadores de su tiempo.
Lo encontraban remoto pero era un terremoto:
una fuerza destructiva natural que sacudía el tablero y derribaba las piezas,
sobre todo al rey y a la reina.
Pero, peor,
había un jugador que lo halagaba, lo alababa siempre: Aleksander Alejin.
«¡El malvado y miserable!»,
como me enseñó mi madre a mis diez años,
haciéndome un espectador prodigio.
(Creo que fui la última persona que vio a Capablanca muerto.)
Mi madre lo llamaba Alekine.
Para mi madre,
Alekine era de lo peorcito: un ruso blanco.
Alejin,
el diablo más a mano,
tentó a Capablanca como si él fuera Capanegra,
un mal Mefisto:
¡Alejin, aléjate!
Pero Capablanca aceptó el reto
y Alejin, sombra y asombro,
derrotó a Capablanca para siempre.
Declaró Alejin con falsa modestia que era sin embargo dato cierto:
«No creo que yo fuera superior a Capablanca.
Tal vez la razón por la que le gané fue que se sobrestimaba y no me estimaba».
Eran las razones del diablo:
Dios nunca me quiso, Mefisto.
Metafísicas aparte,
la verdad verdadera es que Alejin se hizo campeón del mundo
y se hizo con el campeonato por logro y por truco.
Hasta su muerte.
Sólo Dios sabe lo que le dijo al diablo.
A partir de su inesperada derrota,
Capablanca comenzó a venirse abajo, como una torre de nieve:
las blancas hacen enroque y pierden,
las negras ganan y se van.
Su matrimonio se hizo divorcio,
pero siguió jugando:
ganó algunas y perdió algunas.
En 1987 su viuda, Olga Capablanca de Clark,
vendió el manuscrito inédito de una partida Capablanca-Tartakower en $10.000.
Todavía era endiosado en el mundo del ajedrez y en el mundo:
Capablanca era una cerveza, un helado de chocolate y vainilla, un cóctel de ron con crema batida...
En Rusia, que ahora se llamaba la Unión Soviética, era más popular que nunca
lo fue en tiempos de los zares:
el ajedrez era rey y Capablanca su príncipe consorte.
Capablanca se casó con una rusa,
de París,
que conoció en 1934.
La boda ocurrió en 1938 en París,
pero tuvo su peor repercusión en La Habana.
La familia de su primera mujer consiguió algo más que Alejin:
Capablanca dejó de ser embajador at large de Cuba y lo degradaron a agregado.
Pero Capablanca no dejó de jugar y ganar: Caissa lo hizo.
Mozart podía,
vuelto de espaldas al piano,
decir el número y nombre de las notas de un acorde que tocara otra persona:
de preferencia una mujer.
Capablanca, de sólo echar una mirada al tablero, veía todas las piezas
y su disposición y sabía exactamente cuáles eran las posibilidades del juego.
Desdeñoso de las aperturas (nunca, según él, estudió una sola)
mostró siempre una habilidad pasmosa para los finales de partida.
Tal vez influyera que aprendiera a jugar cuando ya las fichas estaban sobre el tablero y el juego había comenzado.
Su adversario de siempre,
Luzbel extraordinario,
Alejin,
decía que no había visto otro jugador con su «rapidez para la comprensión»
que era su aprensión.
Un condiscípulo, jugador fuerte,
declaró que Capablanca «nunca aprendió a aprender».
Es que para Capa el ajedrez era un juego
y no por gusto se le declaró el playboy del ajedrez occidental,
en oposición a la emergente escuela rusa encabezada por Alejin,
que era todo estudio,
esfuerzo
y mala fe.
La palabra playboy sugiere a un Porfirio Rubirosa,
tenientillo que se abrió paso en la isla de Trujillo y en el mundo a golpes de pene y olvido.
Rubirosa era un chulo compensado, Capablanca era exactamente lo contrario.
Todavía se cree que Capablanca pertenecía a la alta sociedad criolla.
Nada más erróneo.
Capablanca padre no era más que un teniente del ejército español en la siempre fiel isla de Cuba.
Su madre era un ama de casa.
Los dos no tenían más que sus nombres memorables y un hijo formidable.
Incluso el patrón cubano que le pagaba los estudios en Estados Unidos
concluyó que Capablanca empleaba su tiempo más en jugar
(al ajedrez pero también al baseball y al basketball)
que en estudiar y le retiró el estupendo estipendio.
Ese mismo año la universidad lo suspendió de manera ominosa.
Fue entonces cuando Caissa vino a rescatar a Capa de la ignominia:
Frank Marshall acordó jugar contra Capablanca calculando que sería comida de bobo.
Capablanca lo derrotó decisivamente.
Hazaña sin precedentes que un mero aficionado derrotara a un cuajado campeón.
Marshall, impresionado por su derrota (es decir por la victoria de Capablanca),
hizo que lo invitaran al torneo de San Sebastián en 1911.
Capablanca ganó un torneo mayor en su primer intento,
lo que era la hazaña sin precedentes.
El resto es historia:
la del ajedrez precisamente.
Una tarde de 1942 (era marzo y nevaba)
Capablanca entró como tantas veces al Club de Ajedrez de Manhattan,
que había sido su refugio favorito de joven estudiante
y después de aspirante a cualquier torneo y aún más tarde de gran maestro del juego real y campeón del mundo finalmente.
Capa, friolento pero no lento,
se dirigió rápido a la sala de juego sin siquiera quitarse su sobretodo.
A pesar de los años pasados en Nueva York y en Europa,
a pesar de la nieve rusa,
Capa siempre tenía frío.
Excepto, por supuesto, cuando jugaba, con alguna mujer en la nieve.
El portero, la girl del guardarropa y hasta los miembros del club estaban acostumbrados a ver a Capablanca de negro gabán hasta el tobillo
moviéndose de tablero en tablero,
en silenciosas simultáneas:
mirando observando y captando de un solo golpe de ojo el estado de cada escaque y el conjunto de piezas derramadas en orden sobre el tablero.
Para él todo era un todo, el juego.
Ahora vio que no había un solo jugador de su edad.
Eran todos muy jóvenes o viejos:
eran tiempos de guerra
no de juego o del juego de la guerra.
Sobre otro tablero y por encima de un jugador joven vio de un vistazo que el otro,
un viejo,
tenía la partida perdida.
El jugador joven quiso iniciar una jugada decisiva,
lo pensó sin pensarlo,
se arrepintió y no fue más allá.
Pero había tocado su dama y según las reglas del juego
cuando se roza una pieza propia hay que moverla adelante.
El otro jugador,
el viejo,
ensimismado en la derrota,
no había advertido el leve movimiento del otro
y el jugador joven hizo como si no hubiera pasado nada.
Tal vez Capablanca recordara la primera vez que notó,
hacía más de medio siglo, una jugada para anotar un fraude.
Ahora no dijo nada,
por supuesto:
era todavía un caballero.
Pero levantó los brazos de manera extraña,
se llevó las manos enguantadas al cuello y pidió casi con un grito:
«¡Ayúdenme con la capa!»
en español.
Ésa fue su frase final.
No dijo más y cayó al suelo, muerto.
Había sufrido, según la autopsia,
un derrame cerebral masivo.
El patólogo dijo que no se mostraba nada sobrenatural
(«específico» fue lo que dijo)
en el cerebro de Capablanca,
que era particularmente normal.
Es obvio que el ajedrez y las muchas mujeres no se ven en el cerebro.
¿Era eso todo lo que había en su cabeza embalsamada?
FIN
Fuente: Vidas para leerlas
Ediorial Alfaguara 1998.
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