Monday, August 11, 2014

La Epoca Del Rey Arturo. profsor Jorge Olguin.Agosto 2014.


ARTURO I

 1º Parte - Elizabeth.

 Es una historia un tanto extraña, una vida pasada difícil, complicada donde uno a veces trata de proyectar un destino y las situaciones, el entorno lo cambian.
 Nací en Nantes el 3 de marzo de 1190, de nombre Elizabeth. Siempre me gustó ser un guerrero, pero el hecho de haber sido mujer me relegaba a tareas cotidianas. Tenía la ventaja de que mis padres eran nobles. Pero tenía tanto temperamento que los jóvenes nobles los veía tan débiles, tan poco hombres... En 1210 me festejaron mis 20 años dando una fiesta en palacio y mi mente estaba en otro lado, prácticamente no disfrutaba de mi vida, no disfrutaba de las cosas que hacía.
 Mis padres nunca querían que saliese sola. Al día siguiente de mi cumpleaños le dije a mi doncella que me acompañara. Recuerdo que hicimos una pequeña travesura: nos vestimos como plebeyos y salimos por un costado del palacio, cogimos un pequeño carro y marchamos por el poblado. Fuimos al mercado. Olía a rancio, a suciedad, se escuchaban gritos de los vendedores, de gente que peleaba en las tabernas, niños corriendo. De repente se arma una trifulca cerca de donde estábamos y el caballo se espanta y mi doncella no es capaz de dominarlo. No sé cómo de repente una silueta de uno de los tejados salta sobre el caballo y lo frena lentamente y con una sonrisa nos pregunta si estamos bien. Lo miro: un hombre fornido, alto, de espaldas anchas, cabello castaño, ojos profundos. Pero su sonrisa entre genuina y burlona atrae, ¡vaya si atrae!
 Le doy las gracias por haber frenado el carro y nos censura:
-¿Cómo os atrevéis a venir solas por aquí?
 Somos de aquí -le respondo-.
Desvía la mirada y hace una mueca de ironía o quizás de sarcasmo:
-No sois de aquí. Tenéis esas ropas pero vuestros rostros os delatan.
 Se presentó: su nombre era Enrique, tenía 23 años, trabajaba con el herrero, llevaba una espada.
 Mi doncella me dice: -Elizabeth, volvamos.
 Enrique se acercó al costado del carro: -¿Elizabeth? –preguntó-.
-Sí, ese es mi nombre.
-Conozco una Lady Elizabeth que vive en palacio. Supongo que no serás tú.
 La mira a mi doncella, sus nervios, cómo se frotaba las manos de manera nerviosa.
 Era muy inteligente ese plebeyo simpático. Sin pedirnos permiso coge de las riendas al caballo y lo ata cerca de un abrevadero y nos invita a recorrer con él el mercado. Cuanto más nerviosa estaba mi doncella más excitada de esta vida distinta me sentía yo. Un mundo que no conocía, fuera de los lujos, de las etiquetas, de la ironía, de las falsedades, de las mentiras, de la hipocresía. Un mundo más genuino, con niños famélicos, lamentablemente. A veces me sentía mal porque veía que el mundo era injusto: los nobles, lujos, dineros, tiraban comida… Los plebeyos a veces juntaban lo que sobraba de los mercados y se tiraba en el barro.
 Evidentemente Juan no sabía reinar. Sabía bastante historia de la corte, no lo que contaban, lo que yo escuchaba detrás de las cortinas. El famoso Ricardo Corazón de León no era tan héroe como os muestra la historia, era codicioso, muy codicioso. El hermano del rey Ricardo, Godofredo, el cuarto hijo varón de Enrique tuvo un hijo póstumo, Arturo, que en 1196 había sido proclamado duque de Bretaña, educado en la corte de Felipe Augusto, lejos de su tío Ricardo. Pero cuando el rey muere, en 1194, Arturo queda como heredero al trono inglés. Imaginaos el príncipe Juan, su tío, que siempre había conspirado contra Ricardo, lo primero que pensó es en eliminarlo. Cuando Arturo cumplió 11 años Felipe Augusto lo envía con los Bretones y ellos lo llevan al niño a la corte francesa a fin de ser educado allí y lejos de las garras de Juan. La historia cuenta que el rey Ricardo antes de morir deshereda a Arturo y nombra como nuevo heredero a su hermano Juan. Eso no fue cierto, eso es una gran mentira.
 Siento que me tocan el hombro y Enrique me pregunta:
-¿En qué piensas?
-No entenderías, plebeyo. Estaba pensando en la historia, estaba pensando en la verdadera historia, la historia de nuestro Rey, las mentiras, las mentiras que se tejen en los distintos palacios.
-Mujer, deja de pensar ahora y disfruta esto. Seguramente ya te estarán buscando.
 Seguimos caminando. Mi doncella estaba cada vez más preocupada por andar de a pie en lo que ella denominaba "ese mundo salvaje". Había un círculo de gente y dentro un par de hombres brutos mal vestidos tratándose de matar con la espada.
 Lo tomo del brazo a Enrique y le pregunto:
-¿Por qué permiten esto?
-Mujer, no se hacen nada. Se podrán lastimar un poco pero no, no se hacen nada.
 Parecían dos gigantes.
 -Aguardadme.
 En ese momento Enrique se mete dentro del círculo y dice:
-¡Parad! ¡Parad vosotros! Parecéis conejos en vez de osos.
 Saca su espada y dice:
-A ver, venid los dos contra mí.
 Eran mucho más corpulentos pero a su vez más toscos que Enrique. Le lanzan mandobles con sus espadas pesadas y no lo alcanzan a tocar. A uno le pega de plano detrás de la rodilla y lo hace caer y al otro levemente en la cabeza y también lo hace caer. A uno le apoya el pie en el cuello y al otro al espada en el pecho.
-¿Queréis aprender a pelear con la espada? Por un par de monedas os enseñaré.
 Todo el grupo larga una carcajada, hasta los mismos derrotados. Mis ojos brillaban y veía en Enrique a alguien distinto, alguien absolutamente distinto. Quizás mi mundo estuviera cambiando y la noble Elizabeth había conocido la verdadera vida. Cuando volví a palacio en el carro estaba totalmente deprimida porque sabía que nunca podría compartir nada con un plebeyo, nada y sentía que mi vida era más opaca que el día anterior cuando había cumplido 20 años. Y no había nada que cambiara eso, al menos por ahora... al menos por ahora.


Elizabeth


El plebeyo Enrique.


ARTURO I

 2º Parte - Enrique.

 Tuve una vida anterior muy significativa. Nací el 29 de marzo de 1187. Fui educado en la corte de Felipe Augusto. Tuve dos tíos que me odiaban: uno era Rey, el otro era Príncipe. Crecí entre intrigas palaciegas y con muchos compromisos. A la edad de 7 años mi tío Ricardo me designa heredero al trono inglés. Mi otro tío menor, Juan, alimenta en sus entrañas un tremendo odio por mi persona, ignorando yo el por qué.

 Cuando cumplo 11 años me llaman a la corte y me dicen:
-Arturo, te llevarán a un lugar a ser educado.
 No era como otros niños que los sacaban de su cascarón y se sentían desolados. Aun de pequeño cogía el gusto por la aventura y acepté de inmediato. En 1198 fui a la corte francesa pero, claro, hubo un problema: mi tío Ricardo se molestó pues su sobrino estaba siendo educado por su sobrino francés y él pensaba que yo me volvería en su contra. Me desheredaron. Mi tío Juan fue el heredero al trono inglés y yo, como legítimo heredero, quedé apartado.

 Al año siguiente muere el Rey. Juan aprovecha la ocasión para calzarse la Corona apoyado por su madre Leonor. En el condado de Anjou me proclaman Conde con el apoyo del Rey de Francia. Había riesgo de guerras. Los nobles de Normandía, los propios ingleses reconocían a Juan como su propio soberano. Hubo muchas luchas, muchas guerras, guerras y pactos. En las guerras muere gente, en los pactos mueren los principios. Mientras mi tío le cedía al Rey de Francia algunos territorios y mucho oro, el Rey de Francia a cambio lo compensaba retirando todo el apoyo a mi persona y solamente me dejaba el Ducado de Bretaña.

 Dos años más tarde, en 1201, muere mi madre. Cada día estaba más desamparado. A mis 16 años me entero de que mi tío ordena matarme. Necesitaba una garantía y mandó unos esbirros a intentar secuestrar a mi abuela Leonor en el castillo de Mirebeau. Los esbirros son muertos.

 Le envié una cuantiosa tropa. Mi tío Juan se entera y los derrota. Llegan a mi castillo y me apresan. No conocía al caballero que comandaba las tropas. Se presenta como Guillermo de Roches. Me encarcelan en Falaise, me dan de comer sobras. Me trasladan a Ruan donde me visita mi tío Juan que me dice que me perdona la vida si renuncio a mis pretensiones al trono inglés. Directamente no le hablo. Mi espalda queda roja de latigazos.

 La Historia se equivoca. La Historia comenta que Huberto de Burgh me entrega en la Pascua de 1203 y que muero de una conmoción. En realidad Huberto me protegió, nadie volvió a verme con vida. Huberto me viste con ropas plebeyas y me da un caballo, me abre las puertas de la fortaleza y parto, sin papeles, con apenas unas monedas y dejo de ser Arturo, heredero legítimo del trono y paso a ser el plebeyo Enrique.

 Pasan los años y en el presente, en 1210, trabajo para un herrero. Manejo la espada mejor que nadie y me conocen con el nombre de Enrique. Desencantado de la vida, desencantado de las cosas hasta que un día conozco una doncella, una noble, en el mercado de frutos, una joven que venía con su dama de compañía, un rostro de ángel. Se llamaba Elizabeth. Vestía con ropas humildes, gastadas pero me doy cuenta de que se había escapado de su palacio para disfrutar de la verdadera vida, de lo que era lo real, donde no había lujos pero tampoco hipocresía, donde no había abundancia pero se valoraba cada céntimo. Ese día para mí fue inolvidable.

 Al día siguiente varios soldados llegan hasta la herrería y preguntan por mí, estuve a punto de escapar. Primero pensé que venían de parte de alguien cercano al Rey, que habían descubierto mi identidad pero era imposible: ese Arturo había muerto hace 7 años. No, venían de parte de Elizabeth. Traían otro caballo. Voy con ellos. Mi patrón no sabía de qué se trataba pero como no me maltrataron ni me ataron se dio cuenta de que no era prisionero, simplemente era un, llamémosle, invitado.

 En palacio me recibe Elizabeth y me dice:
-Te he conseguido un trabajo. Mi primo Felipe tiene 17 años y busco un instructor.
 No es que estuviera intimidado en un lugar tan lujoso, jamás había entrado en un lugar así. Todo brillaba, no había ni una mota de polvo salvo mi ropa.
 La miro intrigado a la joven, preguntándole:
-¿En qué puedo ayudar a tu primo?
-En el arte de la espada. Se te pagará y disfrutaré el verte.
-¿Qué dirá tu familia? ¿Qué dirá tu entorno? ¿Qué dirá el Obispo que te vean con un plebeyo?
-Eso déjalo por mi cuenta.

 Un hombre mayor vestido elegantemente pero de porte humilde se acercó a mí. Su nombre era Juan. Por un momento pensé "Pensar que mi tío se llama así... es lo opuesto a la humildad".
 En un cuarto había una tina de madera y un par de doncellas intentaron desvestirme. Le dije al hombre -Juan- disimuladamente que las saque y se marcharon. Una tina con agua tibia. El hombre cogió mis ropas, las puso en una bolsa y se deshizo de ellas. Otras ropas más delicadas, se podría decir, me estaban esperando. Hacía 7 años que no me calzaba botas de cuero. Se acercó otro joven un poco amanerado, rasuró mi barba y cortó mi cabello. Cuando terminé de vestirme algo dentro de mí hizo resucitar a Arturo y levanté la cabeza.
-Podéis iros -le dije al peluquero-.
El hombre Juan me miró y percibió ese acento que yo no usaba desde antes que me "mataran".

 Me presentaron a Felipe. Era un joven bastante agradable. Le hice un saludo de cortesía y me cogió del cuello y me dijo:
 -Ven, ven, Enrique.
 Me llevó a un patio interno, cogió una espada y me tiró otra, que tomé fácilmente.

 Y empezaba para mí una nueva vida. Cada mañana entrenaba al joven noble y cada tarde, con permiso de los padres de Elizabeth, iba a instruirme a la biblioteca.
 Recuerdo que una tarde nos pusimos a hablar del actual Rey y del anterior y se extrañaba cuando yo le corregía fechas. En un momento dado ella me dice:
-Sé de las intrigas palaciegas, de los asesinatos que se cometieron. Arturo, a quien mataron hace 7 años, tendría tu edad. El Rey Ricardo lo dejó en 1194 sucesor al trono y luego murió.
-Elizabeth, el Rey murió en 1199 pero antes de eso a Arturo lo educaron en Francia y Ricardo pensó que Arturo se iba a vender, iba a vender a su origen y prefirió dejar como sucesor a Juan. Pero al morir -la palabra era la palabra, nada más que eso- el verdadero heredero era Arturo.
-¿Cómo sabes tanto de historia? Pues si bien es reciente, ¿cómo has leído tanto?

 Se extrañó de que hablara el idioma de Bretaña y el idioma de Francia, que conociera las artes, principalmente que supiera leer y escribir y se extrañaba de ademanes que un plebeyo no tenía pero no me atrevía a contarle quién era, no por desconfianza hacia ella sino porque como dice el común denominador, las paredes escuchan y detrás de las cortinas también se escucha.

 Elizabeth era de toda mi confianza. Recuerdo que una tarde en la biblioteca llegamos a besarnos, luego ella me apartó llorando.
 -La vida es injusta -dijo-. Soy una dama que se enamora de un plebeyo.
 En ese momento tuve el impulso de decirle quién era, pero si salía a la luz de que Arturo estaba vivo... Yo desconocía la relación entre el padre de Elizabeth con Juan, al que los nativos denominaban Juan sin Tierra. Por ahora no diría nada.

 Elizabeth acortó nuestras charlas porque le dolía verme. Ella no sabía que yo la amaba tanto como ella a mí pero lo nuestro era imposible, o por lo menos eso creía yo.

 Aún faltaba para la Guerra de los Barones, un episodio totalmente sangriento del cual participé. Pero esa, como decís vosotros, es otra historia.


El príncipe Arturo y Hubert de Burgh.


Enrique II de Inglaterra.


Ricardo Corazón de León






ARTURO I

3º parte – Walter

 Si digo que me encuentro bien sería una manera de decir, siempre estoy con tremendas inquietudes, inquietudes que no puedo resolver, inquietudes que me cuesta sacar a delante, inquietudes que me preocupan sobremanera, son inquietudes que uno va guardando por siglos y siglos y siglos y siglos
 Me preguntaréis: ¿Qué tipo de inquietudes? 
 Quisiera comenzar por comentar lo que más te inquieta en este momento. Mirad, yo era hijo de un herrero, me llamaba Walter. Siempre me gustó formar parte de las batallas, me gustó todo lo que significaba el mundo de los caballeros, me atraía la idea de poder recuperar Jerusalén.
 Recuerdo bien ese año, estaba en 1211.
 Mi experiencia fue dolorosa… ¿queréis saber cómo era mi vida?
 Tenía 21 años y pasaron unos soldados… obviamente me anoté para estar con ellos. Padre reaccionó mejor de lo que yo esperaba, orgulloso de que yo me inscriba, que un plebeyo ayude a los caballeros en batalla.
 Es más, yo tenía un viejo caballo que me había regalado padre a los 14 años y me permitieron llevarlo e ir montado a diferencia de otros plebeyos que iban de pie, y marché, nos embarcamos y llegamos al continente. 
 No fue tan sencillo, la historia no cuenta la verdad… la gente que ha quedado en el camino sin llegar a ningún destino, infinidad de muertos, a veces por enfermedades, por inanición , por agotamiento… se reclutaba a gente que quizás nunca había combatido… aclaro que yo tampoco nunca había combatido pero, bueno, como hijo del herrero sabía lo que era una espada y varias veces he manejado una, e incluso ,no solamente me permitieron llevar el caballo, sino también tenía una espada de las buenas con un buen hierro y… de verdad es muy doloroso… doloroso de ver tantas muertes en el largo camino, un camino que tenía una marcha muy lenta donde los historiadores relataban que nosotros dormíamos en tiendas… en tiendas dormían ellos, los caballeros… nosotros dormíamos a la intemperie, nos cubríamos con una capa, había lluvia, barro, humedad, los huesos… sentías como que te dolían, en realidad el hueso no duele, sino que las articulaciones, por momentos apenas te podías mover, los pies helados, a veces nos daban calzado nuevo porque el calzado con la marcha se gastaba y quedabas con los pies descalzos… pero no lo hacían por caridad… lo hacían simplemente porque no les servías con los pies sangrantes… había gente que se infectaba con las heridas de los pies en las rocas y en pocos días morían.
 Los historiadores no tenían la menor idea de lo que era marchar en una cruzada, de verdad no tenían ni la menor idea, era algo tremendo, algo brutal, algo que si no lo vivías no te lo podías imaginar. Observabas cómo iba quedando gente por el camino… marchábamos día tras día, a veces se cantaba como para alegrar la marcha, recuerdo que se unían otros ejércitos, nos hablábamos por señas… si bien yo había aprendido galo, pero el idioma de los países del norte no lo conocía, me había hecho amigo de un soldado llamado Kurt, Kurt Amersen, pero nos hablábamos por señas. Él tenía un uniforme con una cruz. Me hablaba y no le entendía nada, me señalaba con los dedos, como que su padre y su abuelo venían de grandes jefes… no le entendía lo que me quería decir y bueno, me halagaba que sea compañero mío y se ve que en su grupo tenía bastante ascendencia, porque aun siendo joven, no tendría más de 25-26 años, había hombres grandes que tenían mando y sin embargo lo respetaban… se notaba que sería hijo de alguien importante , pero que no estaba en ese pequeño ejército. Éramos 3 ejércitos, el ejército de Bretaña, el de la Galia y el del país del Norte, y todos marchábamos… recuerdo que llegamos a Constantinopla y era algo distinto a lo que yo me imaginaba… había tanta pobreza, pero a su vez había gente con opulencia; el lugar era bastante pacífico. Yo pensé que íbamos a tener un enfrentamiento. Nos quedamos 10 días en ese pequeño poblado, pequeño en aquel entonces, pero era gigantesco con respecto a otros poblados en el camino, y allí pudimos descansar. Creo que fue una de las mejores comidas que tuvimos, comíamos carne seca y teníamos que tener los dientes a toda prueba… y abundante fruta y verdura, sí, y había alguna comida que nos daban los pobladores y el gusto no era el adecuado para nosotros… lo que sí percibí y que no alcanzaba a entender, pero me sorprendió mucho es que uno de los jefes nuestros estaba hablando con un jefe de Constantinopla… pero nosotros peleábamos contra ellos… no entendía nada… 
Le pregunté por señas a Kurt, cómo es que hablaban y por qué eran amigos. Unía los dos dedos índices diciendo que no eran exactamente amigos, sino como que había complicidad y negocios, e hizo un gesto con la mano diciendo que además había como una especie de tregua… pero no tengo reparos en confesar que no lo entendí… 
El ambiente era mucho más cálido, había un Sol que quemaba de día, sin embargo, es como que me había enfermado… sentía el cuerpo como que temblaba, llamaron a una señora mayor toda desdentada, que preparó como una especie de té de unas hierbas que apenas lo probé quería escupirlo… y Kurt me hacía que no con la mano, me hacía señal de que lo trague, le hubieran puesto alguna melaza, algo dulce, pero no, era re amargo, y lo tomé durante varias ocasiones, sentía como que mi estómago me provocaba un tremendo mareo, un mareo tan grande, tan grande, que dos veces perdí el conocimiento. Finalmente me enteré que estuve tres días convaleciente y me desperté bien, me desperté con un apetito voraz y me dieron como una especie de guisado, con, con…,no parecía carne, no sé qué era, ignoro qué le ponían, pero, de verdad que en ese momento no me importó, comí todo, todo… recuerdo que se juntó con nosotros un inglés y estaba vestido muy modestamente, pero yo le notaba como con un comportamiento muy gallardo y le preguntaba cómo tenía esos modales, y él me decía que había estado en un palacio, porque él sabía mucho de cómo manejar la espada y estaba enseñándole a alguien en dicho lugar… no me dio muchas explicaciones y de repente lo obligaron a venir a esta cruzada con nosotros y recuerdo que Kurt le hablaba a este mozalbete inglés y me soprendió que el mozalbete inglés supiera el idioma de kurt, y más me extrañaba porque era un plebeyo. ¿Un simple lacayo hablando un idioma nórdico? Y recuerdo que entre ellos practicaban con la espada en ratos de ocio y yo me daba cuenta que el joven era muy inteligente, porque en las prácticas era mucho más diestro que Kurt… y eso que Kurt era uno de los mejores de los soldados del Norte… pero noté algo que me llamó la atención… observando las prácticas yo notaba que este joven inglés se dejaba ganar por Kurt, y un día que Kurt estaba con los suyos, me acercó al plebeyo inglés y se lo dije:
-Tú eres mucho mejor de lo que aparentas, ¿por qué te dejas ganar?- y me respondió:
-Porque es la mejor manera de no tener problemas- y lo entendí perfectamente.
 Entendía que el mozalbete inglés, de alguna manera, exacerbaba el YO de Kurt. Sé que no hay un ego bueno, pero de alguna manera complacía el ego de Kurt y éste, al sentirse pleno, nos trataba bien y los tres éramos grandes amigos. Y de alguna manera tanto a este joven inglés como a mí nos facilitaba la travesía, porque Kurt hablaba por nosotros y comíamos mejor que los demás, y en la segunda parte del camino cuando salimos de Constantinopla, ya teníamos una pequeña carpa, la compartíamos con Kurt… el agua igual entraba cuando llovía mucho, pero estábamos mejor protegidos, nos consiguió una capa más gruesa para los días de lluvia y de frío. ¡Llegamos a tener botas! ¡Nosotros con botas! Me acuerdo que en mi aldea original estaba con los pies descalzos, ¡y ahora con botas! Y a este joven inglés que yo no sabía descifrar, veía como algo natural el usar esas botas y una vez le dije, obviamente no estando Kurt al lado:
-¡Tú, tú eres un noble!- y él me negaba, diciendo:
-¡No!, me parece que la fiebre que has cogido esa vez te hace ver cualquier cosa, o la bruja esa que te dio aquel caldo creo que te licuó la mente, je!
 Le respondí:
-¡No! Tienes ademanes nobles, no lo puedes disimular… tienes ese porte, esa manera… yo sé que Kurt debe ser de alto rango en su país, pero tú, tú te comportas incluso como más…, como un caballero, pero como un caballero de verdad, más que Kurt…- y él me tocaba la espalda y me decía:
-Walter, tú deliras, me parece que tú deliras todavía.
 Dejamos el tema y al día siguiente continuamos la dura marcha. El clima no ayudaba… cuando no era el intenso calor, era el extremo frío… y seguía muriendo gente… por suerte no tuve más fiebre ni cogí ninguna peste, pero tenía dudas si íbamos a llegar a destino… pero eso me lo guardaba para mí, no sé si era pesimista, era muy realista, no habíamos entrado en combate siquiera y era enorme la cantidad de muertos que quedaban en el camino. Hacía meses que habíamos salido del punto de origen, meses donde se nos había unido la tribu del Norte, también los galos y sin embargo no consideraba que estuviéramos preparados para un enfrentamiento.
 Recordaba cuando me abracé con mi padre, cuando me permitieron llevar una espada como si fuera un caballero, ¡y ni siquiera era un escudero! Era un simple acompañante, yo estaba orgulloso al comienzo y ahora la realidad me daba una bofetada en la cara cada amanecer, ¡cientos de cuerpos quedaron en el camino! ¡No estoy exagerando! ¡Cientos de cuerpos sin haber luchado con nadie, solo contra el clima, contra la realidad, contra la adversidad…contra la vida! Y me sentía tan pesimista… 
A veces guardamos tan adentro esa incertidumbre del qué pasará que es como que te ata de pies y manos inconscientemente, porque capaz que uno tiene deseos, tiene proyectos, tiene ganas de vivir… pero por dentro hay algo que no te deja dar el paso, como que hay una inseguridad tan oculta, tan oculta que por más que tengas un candil y te abras el pecho buscando adentro, no lo encuentras… es tan difícil explicar con palabras lo que guarda mi concepto, tan difícil, estoy con tanta ansiedad en este momento que me cuesta seguir el relato. 
 Y mi ansiedad contrastaba con la calma del mozalbete inglés, aquel del noble porte.

 Seguimos la marcha, pero esa… es otra historia.






ARTURO I

4º Parte - Arturo 

 Hay cosas peores que vuestro infierno… el estar al lado de la mujer que amas y no poder concretar tus anhelos. Enseñarle a un joven a usar la espada y ocultar quién eres en realidad.
 Trataban de educarme en palacio, ignorando que yo no era en realidad Enrique, sino Arturo I. Me reía porque Elizabeth estudiaba historia reciente y en la biblioteca teníamos grandes debates. Ella me decía:
-En Burdeos, quizás algún día conozcas esa región, el príncipe Juan eximió a los ciudadanos y mercaderes del impuesto a las exportaciones, a cambio Burdeos, Bayona y Dax prestaban apoyo en contra de la corona francesa. Eso fue en 1201.
-Tengo entendido, querida Elizabeth, que fue en 1203, no fue en 1201. Desbloquearon los puertos y otorgaron por primera vez el acceso abierto al mercado del vino inglés y en 1204, Juan concedió las mismas exenciones a La Rochelle y Poitou. 
 Elizabeth me miraba, diciéndome:
-¿En qué momento estudias? Aparte, esto es historia reciente, es historia de una década, ¿Cómo sabes todo eso?
 Sabía más, sabía que en 1205 cuando el Arzobispo de Canterbury murió, el príncipe Juan se había envuelto en una disputa con el Papa, Inocencio III, los monjes de la catedral declararon ante él sobre el único derecho para elegir al sucesor de Huberto, ¡pero no era tan fácil! No era tan sencillo… la disputa no pudo ser resuelta, los monjes eligieron en secreto a uno de sus miembros para ser Arzobispo, pero no era la idea de Juan… Juan buscaba otro candidato, pero el Papa Inocencio desautorizó ambas elecciones, y dejó como candidato a Esteban Langton. Obviamente Juan no lo soportó. 
 Lo comentaba con Elizabeth y ella me decía:
-A veces pareces instruido, a veces te veo tan equivocado en las cosas más básicas…
-¿En qué?
-Sabes de fechas, me corriges a mí, y le dices príncipe al Rey…
-Es cierto, discúlpame… el Rey Juan, el rey Juan a quien Inocencio no le permitió el derecho en la elección de sus propios vasallos
- ¿Pero por qué le dices príncipe?
- ¡Fue un error mío, Elizabeth!
-¡Hay algo más!
-¡No, no hay nada más! No hay nada más…
Ella me miraba pensativa, interpretaba que yo guardaba algún secreto. ¡Claro que yo sabía la historia! Aun no estando me empapaba de todo, había un conflicto entre Inglaterra y Francia y seguramente yo tuve algo que ver, los barones ingleses y la mayoría de los Obispos se negaron a aceptar al elegido del Papa Inocencio, Juan expulsó a los monjes de la catedral en 1207, Inocencio ordenó un interdicto contra el Rey, lo único que logró era que se le embargaran las propiedades de la iglesia por faltar al servicio feudal… no era una época fácil. 
 En 1209 Juan fue excomulgado, en 1213 Inocencio amenazó con medidas más drásticas, a menos que Juan depusiera su actitud.
 Juan lo hizo, aceptó las condiciones, ofreció al rendición del Reino de Inglaterra a Dios, je, claro, Juan ganó el valioso apoyo de su señor feudal papal, je, Juan era bastante astuto, había sofocado en 1210 un levantamiento Galés, había cerrado su disputa con el papado.
 Yo formaba parte de esa familia y aquí estaba en un palacio con una mujer a la que amaba, la que nunca podía casarse conmigo porque yo era un simple vasallo y ella era una dama. El mismo Felipe a veces me trataba como a un sirviente… cuando le corregía algunos movimientos con la espada, se enojaba y me gritaba, ¡las veces que me contuve para no abofetearle!, ¡Dios, Dios!, me sentía como prisionero, como que no podía hacer nada, como que mi vida era un absoluto fracaso ¡un absoluto fracaso!, sentía como que todo era monótono… Elizabeth tampoco se jugaba por mí.
 Recuerdo que vinieron unos soldados a palacio, buscaron guerreros para hacer una pequeña incursión. Pensé equivocadamente que estaban organizando una 5ª cruzada, y no, no era así, no era una cruzada con todas las de la ley. Felipe aún era joven, pero a mí me convocaron y fui, impotente, sin saber cómo comportarme, y marchamos. 
 No fue una cruzada, faltaba todavía para la quinta cruzada, pero marchamos varios ejércitos. 
 No me despedí de Elisabeth, sentí como que nuestra relación no tenía razón de ser, no tenía futuro y quizás revelándole quién era ponía en riesgo su vida, no tenía sentido. En el camino me hice compañero de dos jóvenes, uno de las tierras del norte, Knuck y otro joven llamado Walter, que no me parecía muy experto con la espada.
 Casi no hablaba, casi no emitía palabra, recuerdo que llegamos a Constantinopla, a ellos les pareció algo fastuoso, con muchísima gente.
 A mí me pareció un pueblo sumido en la miseria, algunos peleándose en el mercado por alguna verdura caída en el piso.
 La idea de los ejércitos era llegar a Jerusalén. Fuimos atacados por musulmanes en el camino, y me tocó usar la espada de verdad, el propio Knuck, un guerrero diestro, se asombraba de como manejaba la espada… dos veces le salvé la vida, tres veces le salvé la vida a Walter, pero tuvimos que emprender la retirada. Nuestro ejército tuvo casi un 60% de bajas, el ejército de la gente del norte, un 30% de bajas.
 Regresamos derrotados, no era una tarea fácil… en el fondo me preguntaba ¿por qué la lucha? Recuerdo que Walter estaba entusiasmadísimo con el afán de aventura y cuando regresábamos, curándose de dos heridas, le decía:
-¿Qué opinas ahora?-
Me respondió:
-Fue mala la estrategia- Knuck directamente no habló. Otro guerrero, del país del norte que estaba siempre con nosotros, Kurt, muy buen espadachín, solo dijo:
-Volveremos… con más soldados, con más tropas y tomaremos de nuevo Jerusalén.
 Le respondí:
-¡Por la gloria de Cristo!,-pero dudaba, verdaderamente dudaba.
 Apenas había tenido un rasguño y habían caído más de 24 musulmanes bajo mi espada. Tuve que cambiar de montura porque mi caballo estaba seriamente herido y hubo que sacrificarlo; y volví, volví otra vez a la rutina, al palacio, recuerdo que-, je, je- Elizabeth me recibió con un abrazo que no pudo disimular, su familia la miraba, volvimos a la rutina.
 Tener que volver otra vez a entrenar a Felipe era algo que ya no soportaba; y fueron pasando los años, llegó 1215… hubo una guerra con los barones,¡ Dios, Dios!, si bien yo seguía, si bien tenía un… rencor no es la palabra, indiferencia tampoco… no sabría cómo expresar la palabra… una emoción negativa por Juan, una emoción totalmente negativa, a veces soñaba con tenerle frente a frente y decirle:
-¡Mira, estoy vivo¡-y clavarle mi espada en el pecho… pero me sentía como que no sabía a qué lado pertenecía.
 Juan había roto la palabra provocando la primera guerra de los barones e invitando a la invasión francesa con el príncipe Luis VIII de Francia.
 Los barones ingleses querían que el príncipe francés remplace a Juan en el trono. Obviamente Juan viajó por el país para oponerse a las fuerzas rebeldes. Hubo una lucha en el castillo de Rochester. Me alistaron nuevamente en la tropa inglesa para frenar la invasión francesa.
 Yo no quería pelear contra franceses, quería pelear contra musulmanes.
 Nuestra tropa no participó de la lucha, nos enteramos de que Juan había tomado una ruta por el área pantanosa del Wash. Recuerdo que nuestro jefe al mando, Windor, mandó a 10 soldados con un jefe, yo entre ellos, a ver si encontrábamos a Juan y su guardia. Recuerdo que para el mes de Octubre estábamos cerca del castillo de Sleaford cuando sufrimos un ataque… quedamos tres nada más con vida, nada más tres… vimos otra fortificación en Newark. Prácticamente no había vigilancia, subimos con unas sogas y entramos a la fortificación, silenciosamente eliminamos a cuatro guardias, uno de ellos alcanzó a dar el grito de alarma. Uno de mis compañeros murió con una flecha clavada en su pecho, matamos a otros cuatro, el resto eran pajes, había algunos sacerdotes. 
 Mi compañero fue por un ala de la torre y yo por la otra… y allí me encontré enfermo con un estado mental alterado, frente a frente a Juan: 
-¿Quién eres?- inquirió.
-¿No me reconoces? ¡Soy Arturo!-
La fiebre lo consumía.
-¡Eres un fantasma! ¡Aléjate de mí!- saqué mi espada, la apoyé en su pecho.
 ¡Lo que me había imaginado varias veces! pero no lo hice, ¡murió! Quizás alguna indigestión, quizás la alta fiebre… murió, pero no por mi mano.
 Mi compañero y yo fuimos con la noticia, finalmente volví otra vez a palacio.
 En 1216, el hijo de Juan de 9 años se convirtió en el nuevo Rey, Enrique III. El príncipe Luis continuaba reclamando su derecho a dicho reinado, pero los barones ya no estando Juan, preferían al joven Enrique, obligándole al príncipe francés a firmar un tratado en 1217.
 Son muy pocos los que saben la verdadera historia, muy pocos saben de mi rutina, y que en 1217 Elizabeth estaba prometida para casarse con un noble que no la besaría como yo, ni la acariciaría como yo, “y que no he podido lograr más nada” porque era un simple plebeyo, un simple plebeyo… que tendría que estar en este momento en el trono de Inglaterra, como Arturo I…







ARTURO I

 5º Parte – Jorge

 Recuerdo una vivencia donde conocí a un rey sin corona. Recuerdo que conocí a un joven tan extraordinario, tan dadivoso, tan generoso con los demás, y al cual la vida le había tratado muy mal en afectos, en compañeros muertos.
 Yo había nacido en 1.198 bajo el nombre de Jorge. En 1.218 me había alistado bajo las tropas de Federico II que se habían puesto en camino a Egipto bajo el mando de Juan de Brienne. Fue un trayecto que parecía interminable y finalmente desembarcamos en San Juan de Acre. Juan de Brienne había decidido atacar a Damietta, una ciudad que servía de acceso al Cairo.

 Tres años habían pasado desde la iniciativa del Papa Inocencio III, tres años desde que en el IV Concilio de Letrán el otro Papa Honorio III sucesor de Inocencio convocó la nueva cruzada, la 5ª, ¡Dios! Una cruzada que aparte de Juan de Brienne estaba Andres II rey de Hungría, Leopoldo VI el duque de Austria y Federico II el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Este último fue el que tenía el mando general de la expedición.

 Tuvimos una pequeña batalla antes de atacar a Damietta, conté 98 cadáveres. Un joven diestro con la espada me había salvado la vida cuando dos enemigos me atacaron. Los venció a los dos en segundos, pero había sido herido en un costado. Mi salvador cogió una elevada temperatura. El propio Juan de Brienne me dijo: -"Jorge, atiéndelo"-, lo atendí. La herida era bastante fea y el joven deliraba, comentaba que había sido pariente de Ricardo y de Juan, que él era el verdadero rey, que dejó que le dieran por muerto para que no intentaran matarlo, que había perdido a su gran amor. 
 Estuvo veinte días con altísima temperatura, pero su cuerpo logró resistir y se repuso.

 Recuerdo que todo el mes de junio de 1.218 el joven estuvo entre la vida y la muerte… y logró reponerse. A todo esto, habían llegado los refuerzos de las tropas papales del Cardenal Pelayo, un hombre absolutamente autoritario que chocaba con Juan de Brienne. Obviamente Juan no permitía que la curia se metiera en los asuntos militares.

 En agosto se atacó Damietta, muchísimos muertos de nuestra parte al igual que en las cuatro cruzadas anteriores. Los cristianos llevábamos la peor parte y cuando todo parecía perdido, una serie de crisis entre los mismos líderes egipcios nos permitió ocupar el campo del enemigo. No vencimos, logramos una negociación de paz. En 1.219, aproximadamente para febrero, los musulmanes ofrecieron Jerusalén a cambio de que nuestras tropas se retiraran de Egipto. Juan de Brienne quería aceptar, pero el Cardenal Pelayo rehusó la oferta. Juan de Brienne volvió a cruzarse con el Cardenal y este le dijo -"No pactemos, cuando llegue Federico II con sus ejércitos los barreremos a todos".

 Nos quedamos asediando la ciudad de Damietta desde el puerto egipcio, le comenté al joven lo que había hablado durante su altísima fiebre y le pregunté: -De verdad tú eres…?

Sonrío y me dijo: -Estás equivocado… todos, cuando deliramos decimos cosas que no son.

 Le dije: -No soy tonto, creo que es al revés, creo que justamente cuando deliramos no tenemos conciencia de los que decimos. Has comentado que estuviste en la Guerra de los Barones, que estuviste a punto de matar a Juan, al falso rey, y que el actual rey Enrique III ocupa tu lugar.

 Me miró y me dijo: -Son divagues, siempre soñé con el trono de Inglaterra, pero soy un simple cruzado, no tengo nada que ver.

 Conversamos durante mucho tiempo, nos hicimos grandes amigos.

 -Tus modos, tu forma de ser, tu forma de hablar... Eres noble.

-Mis tíos me han educado bien.

-Hubo un Arturo que fue educado en la corte de Felipe Augusto, un Arturo que creció entre intrigas palaciegas, un Arturo que a la edad de 17 años fue heredero al trono inglés designado por su tío Ricardo, un Arturo que en la época en que yo nací fue llevado a la corte francesa, un Arturo que tenía aproximadamente tu edad.

 Sonrió y me dijo: -Jorge, qué imaginación que tienes, una tremenda imaginación.

-Hablabas, mientras tenías esa altísima fiebre, de una tal Elizabeth, que era una noble y que estaba comprometida y nunca podría ser tuya.

 Me lo reconoció: -Por supuesto, ¿cómo podría ser mía si soy un simple cruzado, una persona común y corriente que lucha por un ideal...?

 El tiempo pasó y el asedio continuaba. Comíamos lo que podíamos. Los meses pasaban y el único diálogo que tenía era con este joven tan raro, tan extraño, tan distinto. Recuerdo que el propio Juan de Brienne nos envió a una misión de espías para ver cómo estaban las murallas de la fortaleza. Fuimos con este joven y con otro cruzado llamado Leopoldo. Cinco musulmanes nos atacaron, nos defendimos como pudimos. Tuve una pequeña herida en la pierna y este joven, diestro con la espada, mató a los otros pero no pudo impedir que mataran a Leopoldo. Muertes, muertes, muertes. Me sentí tan mal, tan molesto por una guerra inútil, por una situación inútil por algo que no tenía razón de ser...

 Los meses pasaban, en un momento dado le digo al joven: -Si no eres Arturo, ¿cuál es tú nombre?

 -Enrique -me dijo-, simplemente Enrique.

 Llegó el mes de noviembre y atacamos. Pudimos tomar la ciudad de Damietta. De la misma manera que hubo conflictos entre los egipcios, también en nuestras filas por cuestiones -como diríais vosotros hoy- de ego entre el rey de Hungría Andrés II, entre el duque de Austria Leopoldo VI y Federico II que ya había tenido bastantes problemas con el Papa. Juan de Brienne era el único que trataba de apaciguar los ánimos.

 Pasamos dos años en Damietta hasta que en julio de 1.221 el Cardenal Pelayo ordenó una ofensiva contra el Cairo. Caímos en una nueva trampa, estuvimos rodeados, sin comida.
 Un nuevo acuerdo. Tuvimos que retirarnos de Egipto y firmaron los líderes una tregua de 8 años. Nunca llegaron los refuerzos prometidos por Federico II… ¡Nunca!

 El nuevo Papa Gregorio IX excomulgó a la mayoría. Cada uno volvió a su lugar, a la monotonía, a la rutina con los fantasmas de las muertes vanas, con los meses en los que apenas teníamos para comer, con una guerra de cristianos contra musulmanes para reconquistar una ciudad con un sentido religioso tan relativo, tan relativo…

A fines de 1.221, ya volviendo en nuestras cabalgaduras, trotando detrás de este joven que decía llamarse Enrique le grito: -¡Arturo!

 Se da vuelta y hace un gesto como diciendo -"Me has pescado". Un reflejo condicionado, se diría hoy.

 Espoleo mi caballo, me acerco a él y le digo: -Estoy convencido de que eres Arturo I y también estoy convencido que eres un rey sin corona. De mi parte es un secreto que queda en mí, no me jactaré ante nadie diciendo -"He conocido a Arturo"-, no tiene sentido.

 El ahora llamado Enrique me dijo: -Y ¿qué harás?

-No tengo familia, tengo unos tíos, pero desde pequeño que no los veo.

-¡Ven conmigo! -me dijo Arturo... aunque de ahora en más solo debía decirle Enrique.

 Le pregunté: -¿Irás de nuevo a ese palacio donde está tu amor imposible?

 Él se encogió de hombros y me respondió: -No sé, no sé qué haré… ya estoy próximo a cumplir 35 años… ella estará casada… pero eso no impide que vengas conmigo… ¡Acompáñame!

 Seguimos con las tropas, nos embarcamos y un nuevo capítulo nos esperaba. Y obviamente… esa es otra historia.




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