POR Lincoln Maiztegui Casas
—Vale -dijo el otro policía. Ya sabemos quién es usted. ¿Dónde trabaja?
—No trabajo.
—Nombre.
— Robert James Fischer.
—Profesión.
—Campeón Mundial de Ajedrez.
El policía hizo un gesto de sorpresa y miró por vez primera, al detenido.
—¿Robert Fischer? ¿Bobby Fischer, el Campeón Mundial de Ajedrez? ¿Dice usted que es Bobby Fischer?
—Sí.
—No, vos bobo! —soltó el alemán. —¡Y ahogga, fuera de aquí!
El chico resplandecía en la sórdida habitación.
—Claro que sí… yo juego al ajedrez, ¿sabe usted? Mal, pero me gusta mucho. Nunca pensé que…
—Pero comprenda usted…
—Me hago cargo. Se va conmigo.
—Señor Fischer, por favor.
—Señor Fischer, yo quisiera pedirle un autógrafo. Es para mi hijo, ¿sabe? Juega al ajedrez…
—No.
Tomó al chico del brazo y salió con él al aire cálido de la noche.
—¿Cómo te llamas?
—James, como usted.
—¿Dónde irás?
—A mi casa. Discutí con mi padre y me largué, pero voy a volver.
Tomado de: Revista Jaque No 282.
http://www.operamundi-magazine.com/2015/03/un-vagabundo-llamado-bobby-fischer.html
En 1981, en Pasadena, California, la policía detuvo a un indigente. Al preguntarle su nombre, respondió: “Soy Bobby Fischer, Campeón Mundial de Ajedrez”. Efectivamente, el hombre era quien decía ser, o mejor dicho, quien había sido
Nota introductoria: Descubrí este artículo de Lincoln Maiztegui en una revista Jaque de 1989 y me quedé francamente impresionado. Ya conocía otros trabajos de este escritor, los cuales siempre me habían gustado, aunque aquí se superó a sí mismo. La historia tiene una gran parte de realidad, ya que Fischer fue detenido en Pasadena en 1981 acusado de vagabundo y como sospechoso de robo. Me ha parecido un retrato sensacional de la caída imparable de Fischer hacia la oscuridad, en la que se abandonó a sí mismo, dando la espalda al mundo y viviendo a su manera.
Recorría las calles con la mirada algo extraviada, con andar desgarbado y cansino, las manos en el bolsillo de un pantalón mugriento, despeinado el rubio cabello ya no demasiado abundante, larga y descuidada la barba. Se detenía cada tres o cuatro pasos y se quedaba un instante inmóvil, como meditando en el sentido último de la vida, o como preguntándose dónde iba a dormir esa noche, o cómo mataría el hambre de varios días. Un marginal de los tantos que pueblan la contracara de la opulenta sociedad norteamericana, un vagabundo indigente pasando silencioso por la vida, un desengañado de este mundo, andando sin rumbo, como el personaje central del Winterreise schubertiano. Tal vez, como él, sentía físicamente la opresión de las canas incipientes, le ardían las plantas de los pies, evocaba melancólicamente antiguas tardes de primavera de tiempos y años floridos que se fueron, meditaba en la dulzura del descanso, silencioso y final, al pie de un viejo tilo, o en dejarse ir, al soplar incierto de los vientos, detrás de la música de algún ignoto organillero.
Los policías le vieron y recelaron. ¿Quién era aquel vagabundo con trasnochado aire de hippy, en estos tiempos de pulcritud, jerarquías sociales y buenas costumbres, donde lo único sucio que acepta la buena sociedad es el realismo literario? ¿Tan sólo un paria, un don nadie, una piltrafa humana, un subproducto de las heces de la sociedad? ¿O algo peor, un peligroso delincuente en busca de su presa, un potencial atracador de confiados transeúntes? En todo caso, convenía averiguarlo. La uniformada pareja abordó al desconocido.
—Documentos, por favor.
El alto y desastrado cuarentón pareció tardar en comprender que aquellos dos hombres se dirigían a él. Fijó la mirada primero en uno, luego en el otro e hizo un vago movimiento con su mano hacia un bolsillo.
—¿No ha oído usted? Documentos.
El tono era apenas correcto, con un claro retintín despectivo. El hombre registró un instante su bolsillo e hizo un gesto vago.
—Que, ¿no lleva usted documentos? ¿Quién es usted, dónde vive?
El policía ya se expresaba de forma claramente agresiva. Aquel individuo estaba indocumentado y parecía resistirse a dar su filiación. Toda duda desapareció de su ánimo: era un tirado, y además, un tonto.
—Responda, por favor —dijo el otro guardián del orden, de forma algo más comedida. De lo contrario, tendremos que detenerle.
El desconocido pareció entonces hacerse cargo de toda la situación; y habló con voz clara, con gesto enérgico, como quien no está habituado a que le traten así.
—¿Detenerme? ¿Por qué? ¿Con qué derecho?
—Mire, amigo —prosiguió el primer policía, haciendo un evidente esfuerzo por dominarse. No tenemos por qué explicarle nada. Usted va por la calle sin documentos, con aspecto de no haber dado golpe en su vida y no nos dice quién es ni dónde vive…
—Soy Bobby Fischer.—Vale -dijo el otro policía. Ya sabemos quién es usted. ¿Dónde trabaja?
—No trabajo.
—¿De qué vive entonces, amigo? —preguntó con sorna el más hostil de ambos agentes. ¿Vive aquí en Pasadena o está de paso?
El rubio y espigado paseante ya no parecía el mismo. Toda traza de desorientación había desaparecido, y su actitud se hizo de pronto claramente agresiva.
—¿Y a usted qué diablos le importa quién soy yo, dónde vivo o si trabajo o no trabajo, pedazo de zoquete? Váyase de una vez al demonio y déjeme en paz, ¿vale?
El policía se puso tenso como un resorte, al borde de la violencia física. Su compañero le detuvo con un gesto y se dirigió al insolente vagabundo con voz gélida.
—Además de andar de noche por la calle sin documentos, además de negarse a decirnos dónde vive o dónde trabaja…
—Ya se lo he dicho, jodido pelmazo! Soy Bobby Fischer, vivo en Pasadena, no trabajo porque soy el Campeón Mundial de Ajedrez y camino por la calle porque vivo en un país libre y porque me da la gana. ¿Usted no es de aquí? ¿No sabe quién es Bobby Fischer?
—Es usted muy atrevido, amigo dijo el más sereno de los dos policías. ¿Así que es usted Campeón Mundial de Ajedrez, o de no sé qué? ¿Y anda por el mundo con esa pinta de facineroso?
—Déjeme en paz, por favor. No he hecho nada malo; estoy sólo dando un paseo. Soy Robert James Fischer, Campeón Mundial de Ajedrez…
—Y yo soy Ronald Reagan, presidente de los Estados Unidos —barbotó el primer policía. Vamos, tiene que acompañarnos a la comisaría.
—¿Por qué? ¿Por qué? —la indignación congestionaba al noble rostro surcado de arrugas. ¿Por qué? —repitió.
—Por andar vagabundeando por la calle, indocumentado y sin filiación clara. Por mentirle a la policía. Venga con nosotros y más vale que no se resista, porque puede ser peor para usted.
Los tres hombres caminaron silenciosos por la calle, en la clara noche iluminada por la luna. Durante un largo rato nadie dijo nada. Por fin, el policía más hostil volvió a hablar.
—¿De modo que es usted campeón mundial? No sabía que los campeones mundiales andaban ahora vestidos como pordioseros y mendigando por las calles. ¿Es usted un millonario excéntrico?
—Vete a la mierda —fue la lacónica respuesta.
—Tranquilícese, señor campeón del Mundo —dijo el otro agente-. Esos insultos pueden costarle caros.
En la comisaría había mucha actividad; hombres de uniforme que entraban y salían, personas que venían a buscar a familiares detenidos, coches azules que paraban y volvían a emprender la marcha raudamente. En una habitación, sobre un banco de madera, se sentaban varios hombres: drogadictos, borrachos, parias de la noche. Uno de los policías se dirigió a un compañero suyo que, sentado ante un escritorio, anotaba las entradas y salidas.
—Traemos detenido a este hombre por vagabundear. No tiene documentos, se niega a decir dónde vive y afirma que es Campeón Mundial de Ajedrez. Además, ha insultado a los agentes que le detuvieron.
Con aire burocrático, el policía del escritorio comenzó el interrogatorio.—Nombre.
— Robert James Fischer.
—Profesión.
—Campeón Mundial de Ajedrez.
El policía hizo un gesto de sorpresa y miró por vez primera, al detenido.
—¿Robert Fischer? ¿Bobby Fischer, el Campeón Mundial de Ajedrez? ¿Dice usted que es Bobby Fischer?
—Sí.
—No se haga el listo, amigo. En Pasadena todos conocemos a Bobby; no usa esas barbas, ni se viste como un tirado, ni anda vagabundeando por la calle a estas horas. Más vale que nos diga de una vez quién es usted.
—Ya se lo he dicho. Y ahora es usted el que va a decirme por qué me han detenido y por qué estoy aquí. Quiero irme a mi casa.
El tono firme, la fría y enérgica mirada azul y el aire de nobleza de aquel hombre hicieron vacilar al policía. ¿Sería realmente Bobby Fischer aquel desarrapado? Él recordaba al legendario Campeón Mundial; muchos, muchos años antes cuando iba al colegio, el gran Robert James Fischer había ido de visita y había dado unas simultáneas. Él no sabía jugar al ajedrez, pero había seguido fascinado, la exhibición de aquel adolescente rubio y nervioso. Recordó luego, como en un lamparazo de la memoria, el interés con que siguió el match contra aquel ruso del nombre extraño, en un país lejano (fue Noruega, o Finlandia) y la alegría que tuvo cuando el gran americano destrozó al comunista cabrón. ¿Podría ser aquel veterano de rostro curtido, barbudo desaliñado, con aspecto de persona no recomendable, el mismo veinteañero rubio, brillante como un sol, nervioso y sonriente, aureolado de gloria, de sus recuerdos infantiles? Sabía que Fischer vivía en Pasadena, pero nunca se dejaba ver. Se decía que había abandonado el ajedrez y que estaba un poco tocado del ala.
—Señor, no se puede pasear a estas horas sin documentación; hay mucho maleante suelto y nuestra obligación es cuidar el mantenimiento del orden. Usted me dice que es Bobby Fischer, pero no me muestra ningún documento que lo acredite.
Un nuevo tono de respeto campeaba en la voz del policía. El detenido le miraba fijo a los ojos, con expresión severa y limpia. “Es Bobby Fischer, joder” —se dijo, estremecido. “Es Bobby Fischer, o al menos es alguien importante. Este hombre no es un cualquiera”.
El detenido cogió, sin pedir permiso, un bolígrafo del escritorio y garabateó un número sobre un papel.
—Llame a este número —dijo- y déjeme ir de una vez. Todos ustedes son unos imbéciles y unos incompetentes.
—Deja de insultarnos, cabronazo, o te voy a…! —estalló el policía que le había abordado y le había detenido, al tiempo que alzaba el brazo con ademán de darle un golpe en la cara. Su compañero de guardia le detuvo, y el agente del escritorio gritó: “Tranquilo, conténgase, por favor”. Y luego, dirigiéndose al detenido:
—Por más Bobby Fischer que sea usted, no tiene derecho a insultar a la policía. Por favor, tome asiento en aquel banco y espere, que voy a tratar de confirmar la veracidad de los datos que nos ha dado.
Bobby tomó asiento en el sucio banco de madera. A su lado un jovencito dormitaba con la boca abierta. Al lado de éste un hombre sucio y maloliente había optado por acostarse sobre el banco y dormía a pierna suelta, sin zapatos. En la otra parte de la habitación un muchacho temblaba y se quejaba, preso de un violento síndrome de abstinencia. Era el descenso a los infiernos. Bobby meditó con ironía sobre su situación. La cosa tenía su lado cómico. El gran Robert Fischer, el niño prodigio, el jovencito mimado del Manhattan Chess Club, el enfant terrible del ajedrez mundial, el vencedor de 50 años de supremacía soviética en el campo del ajedrez, el hijo de la gloria, estaba allí, sentado en el frío banco de una comisaría, rodeado de infelices miembros de un submundo de delincuencia y marginalidad, detenido por vagabundo. Y habían estado a punto, incluso, de golpearle.
No hubiera sido la primera vez, desde luego. Casi como una terapia, dejó de vagar otra vez su mente hacia el pasado, hacia el corazón de sus años luminosos de juventud. Se vio otra vez con 18 años, en una lejanísima Buenos Aires, en la sala de juego del Torneo Sesquicentenario, que tan mal había jugado. Acababa de terminar una partida y estaba analizando la posición con su adversario; los otros participantes pedían silencio, y él sabía que estaba prohibido analizar en la sala de juego, pero no le importaba. A Bobby Fischer todo le estaba permitido; para él no regían las prohibiciones.
Recordó claramente la pequeña figura del árbitro aproximándose a su mesa. Era un alemán diminuto, de mirada de águila y labios como el filo de un cuchillo. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Wemer Heimann; andaba con los pies hacia afuera, como Chaplin cuando representaba a Charlot, y los argentinos, por ello, le decían Carlitos. —Maestgggo Fischegg, no se pouede analizaggg en la sala de juego; poggg favoggg, vaya a la sala de análisis! —Incluso él, que apenas hablaba el español, notaba el fuerte acento germánico. Recordaba su respuesta de jovencito endiosado: “You shut up!”, y el gesto de desprecio que hizo con su mano izquierda. Y recordaba, como si se hubiera desatado de pronto un vendaval, las piezas rodando por el suelo y su propia figura perdiendo el equilibrio ante el cachete que, sorpresivamente, le había caído en la cara.
—¡Insolente, te voy a enseñaggg a ggguespetag a los mayores!
Recordó que toda la situación le pareció irreal, algo así como un sueño; como lo que estaba viviendo en ese momento, en aquella absurda comisaría. Sin duda aquel hombre no se había dado cuenta de quién era él, el Gran Bobby, el amado de los dioses. Poniéndose de pie, azorado, trató de sacarlo de su error:
—Yo Bobby! —dijo en su chapurreado español.—No, vos bobo! —soltó el alemán. —¡Y ahogga, fuera de aquí!
En su soledad interior no pudo evitar sonreír. Sin duda aquel cachete estaba mucho más justificado que el que habían estado a punto de darle esa noche. Curioso tipo aquel Carlitos Heimann, emigrado de la Alemania nazi, celoso de su autoridad y su dignidad, capaz de abofetear a una estrella del tablero. Los argentinos le habían contado después que, años antes, le había tirado las piezas a Alekhine porque éste no respetaba el tiempo de que disponía para pensar durante un torneo de ajedrez rápido controlado por una bocina que sonaba cada cinco segundos; el Campeón Mundial le había espetado un sonoro “¡Cochon!”, pero Carlitos, una vez más, se había hecho respetar. Recordó que todo había terminado bien, pues esa noche ambos se habían disculpado mutuamente y habían terminado amigablemente, hablando de ajedrez.
Evocó sus días de trabajo y de gloria, la fama que había dejado como quien abandona a una amante de la que se ha cansado, el dinero perdido con aquellos farsantes seudorreligiosos que le hablaban de la pobreza del mundo y la solidaridad con los necesitados mientras se iban de vacaciones a Hawai en sus yates privados; recordó a sus amigos de todo el mundo, que le querían y admiraban; ¿qué pensarían si lo vieran allí? Evocó el asombro que provocaban sus proezas infantiles, la cara de maravillada incredulidad del pobre Donald Byrne cuando, durante un torneo de rápidas en el Manhattan Chess Club, el niño de 12 años rehusó unas tablas diciendo: “Mi rey llega hasta ‘a6’ y no hay más jaques”; y era verdad, y el rey recorrió todo el tablero, llegó hasta ‘a6’ y no hubo más jaques, y Donald le preguntó cómo lo sabía, y él le respondió: “I feel it”’, y todos prorrumpieron en aplausos.
Y recordó la cara de incredulidad del millonario Slater cuando le exigió que el dinero que le ofrecía a él personalmente para que disputara el match contra Spassky fuera sumado a la bolsa del encuentro, para que se lo llevara el ganador. Y volvió a sonreír al rememorar las expresiones de asombro y terror de las caras de Geller y Reshevsky cuando se presentó a jugar contra éste, en el Interzonal, después de haber perdido varias rondas por incomparecencia.
Recordó su gloria y su fortuna, las multitudes aclamándole, los tiempos en que sus caprichos eran leyes. Y se sintió por un momento acosado, miserable, solitario, entre el hedor y los eructos de sus ocasionales acompañantes. Tuvo el impulso de levantarse y salir a la carrera, al aire libre, al soplo fresco de la noche; pero se contuvo. No era la primera vez que afrontaba una situación difícil; recordó de pronto, caprichosamente, una de sus partidas, contra un jugador ignoto, un tal Osvaldo Bazán. Había jugado imprudentemente con las negras y de pronto se vio sometido a un terrible ataque; pero resistió, encontró recursos increíbles y terminó ganando. Respiró hondamente y relajó los músculos. Había que resistir y esperar. Como tantas veces.
—Perdone, señor… ¿Usted es Bobby Fischer?
La voz, clara, juvenil, partía del jovencito que se sentaba a su lado. Bobby le miró con la misma cara de sorpresa de Donald Byrne en aquel torneo de rápidas. No tendría más de 16 años; moreno, con aspecto de hispano, ojos castaños deslumbrados por el asombro y la felicidad.
—Sí. ¿Me conoces?El chico resplandecía en la sórdida habitación.
—Claro que sí… yo juego al ajedrez, ¿sabe usted? Mal, pero me gusta mucho. Nunca pensé que…
Bobby le miró en silencio. No había nada que decir. El chico se había ruborizado, pero luego de un momento terminó su frase:
—Bueno, yo… no creía encontrarme aquí con usted. Pero soy muy feliz. He comprado el libro con todas sus partidas, y siempre las miro… ¡Joder, yo estoy hablando con Bobby Fischer! No me lo puedo creer.
Aquella voz amiga, aquel jovencito entusiasta que le había conocido y que le expresaba admiración y afecto en aquel momento y aquella situación, le pareció a Bobby una compensación del Destino por toda aquella pesadilla. Y le emocionó más que las multitudes, que le halagaban y adulaban en sus tiempos de gloria.
—Señor Robert Fischer.
La voz del policía le volvió a la realidad. Se puso de pie y fue hasta el escritorio. El agente burócrata se veía confuso e incómodo.
—Hemos llamado al teléfono que usted nos dio, y hemos confirmado que es usted Bobby Fischer… queda usted en libertad… y le pedimos perdón por las molestias. Es que…
Bobby le miraba con dureza. La actitud del policía era la del que prefiere que se lo trague la tierra.
—Ese chico… no sé cómo se llama. Se va conmigo.
—Pero señor Fischer… está indocumentado, es menor de edad y sospechamos que se ha fugado de su casa. Estamos tratando de tomar contacto con la familia.
—Se va conmigo.—Pero comprenda usted…
—¡Se va conmigo, he dicho! ¿O prefiere que denuncie a la prensa que fui detenido arbitrariamente y estuvieron a punto de golpearme?
—No, claro que no, pero… En fin, si usted se hace cargo del chico…—Me hago cargo. Se va conmigo.
El policía dio la orden y el muchacho, radiante de felicidad, se acercó a Bobby. Cuando salían, uno de los agentes que le habían detenido, el más sereno de los dos, se acercó a él con una tímida sonrisa.
—Bobby, yo quisiera pedirle…—Señor Fischer, por favor.
—Señor Fischer, yo quisiera pedirle un autógrafo. Es para mi hijo, ¿sabe? Juega al ajedrez…
—No.
Tomó al chico del brazo y salió con él al aire cálido de la noche.
—¿Cómo te llamas?
—James, como usted.
—¿Dónde irás?
—A mi casa. Discutí con mi padre y me largué, pero voy a volver.
—Bien James; toma, esto es un recuerdo para ti. Extrajo un papel de su bolsillo, escribió unas líneas y lo firmó. Se lo dio al chico, cuyos ojos brillaban de felicidad y gratitud. Volvió a echar mano al bolsillo y encontró un billete de cinco dólares; era lo único que tenía para subsistir varios días, hasta que llegara la fecha de cobrar la miserable pensión que le pasaba el Ayuntamiento. Todo su dinero había volado años atrás. Bobby Fischer era ahora un indigente, pero no le importaba en absoluto. Después de todo, lo era porque quería, y porque le daba la gana vivir así, a su aire.
—Toma esto. Come algo antes de llegar a tu casa. Adiós.
El muchacho se marchó. Antes de girar la esquina se volvió y agitó un brazo. Su sonrisa resplandeció en la noche, como una estrella fugaz en el cielo de verano. Luego, desapareció.
Con las manos en los bolsillos vacíos, Bobby reemprendió su interrumpida caminata. Todo pensamiento oscuro, toda melancolía, toda evocación del perdido ayer, de la muerta juventud, había desaparecido de su espíritu. Era, otra vez, el gran Bobby Fischer: conservaba el mágico poder de hacer felices a los demás.
Tomado de: Revista Jaque No 282.
http://www.operamundi-magazine.com/2015/03/un-vagabundo-llamado-bobby-fischer.html
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