Manuel y el águila
Manuel caminó de vuelta a casa a ver a su hija recién nacida, todo lo veía hermoso, decidió ir al bosque y de repente se encontró con el águila posada en una rama.
El águila también había tenido la alegría de recibir a sus polluelos y tenia como meta llegar al rió, capturar un pez y llevarlo a su nido como alimento pues, tenía la gran responsabilidad de criar y formar a sus aguiluchos, y enseñarles a enfrentar los retos que la vida ofrece, era su único objetivo.
El águila al notar la presencia de Manuel lo miró fijamente y le pregunto:
-¿A dónde te diriges buen hombre?, veo en tus ojos la alegría.
Manuel le contestó:
-Es que ha nacido mi hija y he venido al bosque a disfrutar, pero me siento un poco confundido.
El águila insistió:
¿Oye y qué piensas hacer con tu hija?
Manuel le contestó:
- Ah, pues ahora y desde ahora, siempre la voy a proteger, le daré de comer y jamás permitiré que pase frío. Yo me encargare de que tenga todo lo que necesite, y día con día yo seré quien la cubra de las inclemencias del tiempo. La defenderé de los enemigos que pueda tener y nunca dejare que pase situaciones difíciles. No permitiré que mi hija pase necesidades como yo las pasé, nunca dejare que eso suceda, porque para eso estoy aquí, para que ella nunca se esfuerce por nada.
Y para finalizar agregó: -Yo como su Padre, seré fuerte como un oso, y con la potencia de mis brazos la rodeare, la abrazare y nunca dejare que nada ni nadie la perturbe.
El águila no salía de su asombro, atónita lo escuchaba y no daba crédito a lo que había oído. Entonces, respirando muy hondo y sacudiendo su enorme plumaje, lo miro fijamente y le dijo:
- Escúchame bien buen hombre. Cuando recibí el mandato de la naturaleza para empollar a mis hijos, también recibí el mandato de construir mi nido. Un nido confortable, seguro, a buen resguardo de los depredadores, pero también le he puesto ramas con muchas espinas y ¿sabes por qué?, porque aun cuando estas espinas están cubiertas por plumas, algún día, cuando mis polluelos hayan emplumado y sean fuertes para volar, haré desaparecer todo este confort, y ellos ya no podrán habitar sobre las espinas, eso les obligará a construir su propio nido. Todo el valle y sus praderas llenas de conejos será para ellos, siempre y cuando realicen su propio esfuerzo y aspiración para conquistarlo.
- Si yo los abrazara como un oso, reprimiría sus aspiraciones y deseos de ser ellos mismos, destruiría irremediablemente su individualidad y haría de ellos individuos indolentes, sin ánimo de luchar, ni alegría de vivir.
- Yo, amigo mío, dijo el águila, podría jurarte que después de Dios, amaré a mis hijos por sobre todas las cosas, pero también prometeré que nunca seré su cómplice en la superficialidad de su inmadurez, entenderé su juventud, pero no participaré de sus excesos, me esmeraré en conocer sus cualidades, pero también sus defectos y nunca permitiré que abusen de mi en aras de este amor que les profeso.
Los hijos deben crecer.
El águila calló y Manuel no supo que decir, pues seguía confundido, y mientras entraba en una profunda reflexión, el ave con gran majestuosidad levantó el vuelo y se perdió en el horizonte.
Muchos como Manuel debemos pensar en lo equivocados que a veces actuamos dando permanentemente el abrazo del oso a nuestros hijos.
Que esta REFLEXIÖN nos recuerde: nuestros hijos deben crecer como personas e individuos de una sociedad, sin tanta dependencia de nosotros y con más dependencia de Dios, para que sean capaces de resolver sus propias situaciones de la vida.
La misión de los padres es inculcar amorosamente en sus hijos los más altos principios y valores, orientarlos por el camino de la verdad y el conocimiento de Dios. Debemos permitir que ellos, desde pequeños, aprendan a desarrollar su individualidad y su capacidad de resolver los problemas por sí mismos.
No siempre vamos a estar presentes, para resolver sus dificultades, ya no son tan chiquitos e indefensos como el hijo de mi amigo.
Los hijos deben crecer.
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