Entonces se acercan a Jesús algunos fariseos y escribas venidos de Jerusalén, y le dicen: ¿Por qué tus discípulos traspasan la tradición de los antepasados?; pues no se lavan las manos a la hora de comer. Luego llamó a la gente y les dijo: Oíd y entended. No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre. Entonces se acercan los discípulos y le dicen: ¿Sabes que los fariseos se han escandalizado al oír tu palabra? El les respondió: Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será arrancada de raíz. Dejadlos: son ciegos que guían a ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo.
Reflexión
Los fariseos, sabios y orgullosos, tercos y fríos calculadores, perseveran inconmovibles en su tosudez e incredulidad, a pesar de todas las explicaciones de Jesús. ¡La de los fariseos sí que es ceguera! Y lo más triste y trágico del asunto es que están ciegos porque ellos quieren estarlo, por su propia voluntad, por su dureza de corazón, por su empedernimiento interior y su incredulidad.
Los fariseos, no cambian de postura, se endurecen más y más. Ése es, precisamente, el verdadero problema, su pecado mayor: la soberbia y la altanería. No son humildes y por eso no creen ni aceptan a Jesús. Es un pecado de empedernimiento y de ceguera voluntaria. A esto llamaría luego nuestro Señor “pecado contra el Espíritu Santo”, o sea, de resistencia consciente a la gracia de Dios. ¡Qué tremendo!
Ojalá que nunca nos pase a nosotros eso que les aconteció a los fariseos. Pidamos a nuestro Señor la gracia de ser profundamente humildes y sencillos de corazón, para creer en Él con una fe viva, para confesar y proclamar públicamente a Jesús, incluso a costa de burlas y de persecuciones que suframos en su nombre.
Pero esta fe, para que sea auténtica, debe ser operante y práctica; o sea, ha de envolver toda nuestra persona y nuestro ser entero. No se trata de algo meramente intelectual o de una aceptación racional de las verdades del dogma católico. Es, más bien, confianza absoluta en Dios nuestro Señor, en su poder y en su misericordia; abandono total al Plan de Dios, como un niño pequeño en brazos de su padre; y absoluta disponibilidad a su santísima Voluntad sobre nosotros, como María y como los santos.
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